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El pucherazo de Franco contra unos arquitectos polacos
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Rubén Amón

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El pucherazo de Franco contra unos arquitectos polacos

Jan Boguslawski y Boghdan Gniewiewki ganaron el concurso internacional que los habilitaba para construir un nuevo teatro de ópera en Madrid, pero el caudillo se negó a conceder la obra a un estudio comunista

Foto: El Teatro Real, en Madrid (Efe)
El Teatro Real, en Madrid (Efe)

La Guerra Civil hizo sus estragos en el Teatro Real, fundamentalmente porque el coliseo madrileño "degeneró" en un polvorín y volvió a resentirse de su paradójica "malísima" salud... de hierro. Había quedado despojado de su función. Y languideció como una especie de ruina a la deriva y de agujero negro en los presupuestos de Estado -se le dedicaron partidas de enorme cuantía en 1952 y 1954-, de forma que la idea de demolerlo volvió a adquirir cuerpo como remedio a la maldición en la que parecía retratado.

Y bien pudo haber sucedido en 1962. No ya porque al caudillo le seducía la idea de extirpar a la plaza de Isabel II aquella molicie agonizante, beneficiando de nuevo la perspectiva de una plaza diáfana en conexión con el palacio de Oriente y al servicio de los mítines multitudinarios, sino además porque la Fundación March había promovido dinero -400 millones de pesetas de entonces- e ideas para dotar a Madrid de un teatro operístico de nueva planta. Que se ubicaría cerca del Bernabéu y cuya erección implicaría la demolición del Teatro Real.

El concurso internacional convocado en 1964 a tales efectos alojaba la sentencia de muerte del templo madrileño, pero el hecho de que fueran declarados ganadores unos arquitectos polacos -Jan Boguslawski y Boghdan Gniewiewki- irritó al propio caudillo como si se tratara de una provocación ideológica y hasta geopolítica: ¿Era acaso admisible para el régimen franquista que el nuevo símbolo de la arquitectura madrileña y el el nuevo teatro de ópera lo construyeran unos comunistas del telón de Varsovia?

El episodio resultó muy embarazoso en la forma y en el fondo. Tuvo que indemnizarse a los arquitectos polacos por habérseles despojado de la victoria, resarcirlos del pucherazo. Y el cambio de condiciones que sobrevino después de la "espantá" terminó ahuyentando la heroica iniciativa de la Fundación March, de modo que el estudio que iba a asumir la construcción del teatro en cuanto segunda clasificada, Moreno Barberá y Holzmeister, tampoco pudo levantar del suelo el primero de los ladrillos.

La carambola fue providencial para la supervivencia del Real, aunque el régimen de Franco sólo lo indultó a medias. Tan complicado resultaba devolverle sus funciones operísticas -estructura, maquinaria, requisitos técnicos- que se le adaptó como sala de conciertos. Dotada, es verdad, de una extraordinaria acústica. Inaugurada en 1966. Y convertida desde entonces en el centro de la melomanía madrileña, tanto por los conciertos regulares de la Orquesta Nacional -de Frühbeck de Burgos a Jesús López Cobos- como por el ajetreo de los grandes solistas y maestros.

La ópera se restringía a las versiones en concierto, pero no es verdad que no hubiera una temporada lírica en Madrid. Acontecía con vigor y apasionamiento entre las paredes del Teatro de la Zarzuela, víctima a su vez de un trágico equívoco porque había sido inaugurado en 1856 como remedio a la marginación del repertorio español en la ampulosa casa madre.

Ausente la ópera del Real, las instituciones y la melomanía “ocuparon” el territorio de la Zarzuela y de la zarzuela en unas décadas de trepidante actividad, particularmente desde el fin de la dictadura hasta mediados de los noventa. Recalaban en Madrid las grandes figuras de la ópera -Kraus, Domingo, Joan Pons, Aragall, Caballé, Berganza, Victoria de los Ángeles, Carreras, Freni...- y bullían las novedades de la creación contemporánea y de la dramaturgia -Lluis Pasqual, Mario Gas, José Luis Gómez, Nieva, Gerardo Vera, ...- sobre los raíles liberadores de la movida.

Fue en la Zarzuela donde se concitó el relevo generacional del escalafón español -Carlos Álvarez, María Bayo, José Bros...- y donde la reventa, las colas y hasta las funciones transmitidas en directo por el maestro José Luis Téllez en la televisión pública recrearon una atmósfera de enorme apasionamiento. Sirva como prueba la pugna de dominguistas contra krausitas, el “Rinaldo” de la Berganza, la “Salomé” de la Caballé, incluso el hito que supuso la versión e “Atys” de Lully que ofició el maestro William Christie con las huestes de Les Arts Florissants.

La Zarzuela representó un espacio de enorme dignidad y asumió un larguísimo periodo de transición, al menos hasta que sobrevino la reinauguración del Real con todos sus recursos técnicos, escénicos, presupuestarios

Sucedió en 1997. El Teatro Real se hacía real, recuperaba su misión y su vocación. Padecía las arbitrariedades de unos y otros gobiernos en la tentación de la propaganda cultural, pero conseguía al mismo tiempo “atracar” como un trasatlántico sobre las aguas que estuvieron a punto de hacerlo naufragar. El Real ha cumplido su parte. Y ha transformado el mayor hito de su historia, “La forza del destino”, en la alegoría de la posteridad. Mayor hito quiere decir que compareció el propio Verdi para el estreno. Y que aquellas memorables funciones inculcaron e inocularon en Madrid el fervor a la religión verdiana que nada ni Wagner han logrado destronar.

La Guerra Civil hizo sus estragos en el Teatro Real, fundamentalmente porque el coliseo madrileño "degeneró" en un polvorín y volvió a resentirse de su paradójica "malísima" salud... de hierro. Había quedado despojado de su función. Y languideció como una especie de ruina a la deriva y de agujero negro en los presupuestos de Estado -se le dedicaron partidas de enorme cuantía en 1952 y 1954-, de forma que la idea de demolerlo volvió a adquirir cuerpo como remedio a la maldición en la que parecía retratado.

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