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Rubén Amón

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¿Tiene Madrid un complejo fálico?

Las cuatro torres (y media) representan un espacio desamparado de la capital, un placebo a la megalomanía que se disputan otras ciudades por saber quién la tiene más larga

Foto: Las cuatro torres de Madrid. (EFE/Kiko Huesca)
Las cuatro torres de Madrid. (EFE/Kiko Huesca)

No es una buena idea aterrizar en Madrid viniendo desde Nueva York, sobre todo cuando se observa desde la ventanilla del avión la anomalía y la precariedad del skyline capitalino. Cuatro torres erguidas en la nada. Y acompañadas por el contrapeso de quinto “rascacielos” truncado.

Puede que las torres tengan su interés observadas cada una de manera independiente. Puede que, incluso juntas, hayan aprendido a relacionarse. Y puede que este pastiche urbanístico termine siendo el embrión de un skyline genuino. Pero el despropósito contemporáneo tanto desfigura la salida norte de Madrid como desluce todavía más el horror urbanístico de la Plaza de Castilla, no ya profanada con el obelisco de Santiago Calatrava, sino degradada por la conspiración que urden las torres Kio.

Es la razón por la que Álex de la Iglesia concibió en la Plaza de Castilla el lugar natural del Apocalipsis. Me refiero a “El día de la bestia”, y al enclave geográfico y urbano donde habría de manifestarse el Maligno.

Foto: El Paseo de la Castellana en un día lluvioso. ( EFE/Mariscal) Opinión
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Esta clase de premoniciones no contribuyen a despojar a Madrid del pecado original que imprime carácter en el Paseo de la Castellana. Allí se han instalado las “cuatro torres y media” y se ha consumado una transformación de la fisonomía de la ciudad que no obedecía tanto a un proyecto urbanístico de “gran altura”, como a la revalorización en vertical de los terrenos que poseía el Real Madrid en el recinto de la Ciudad Deportiva.

Se le concedió a Florentino Pérez un privilegio desproporcionado en términos especulativos y se trastornaba el perfil de Madrid con un implante desamparado. No todas las ciudades necesitan responder al complejo fálico de las torres ni a la competición de la ciudad que la tiene más larga. Menos aún cuando la opulenta batalla de la conquista de los cielos se la disputan las satrapías del Golfo Pérsico y la tiranía capital-comunista de China.

Ha alcanzado los 830 metros la antena de la torre Burj Khalifa el Dubai. Doscientos metros menos mide la Torre de Shanghái y 601 mide el símbolo fálico que hace sombra a la Meca en Arabia Saudí. Nada que ver con la cima madrileña de las cuatro torres -249 metros- ni con el desconcierto que supone observarlas desde Barajas en un vuelo de bienvenida.

Foto: Cartel oficial de la expo (Madrid)

No hay que ser una eminencia en semiología para convenir que las torres representan un símbolo de poder. Todavía quedan unas cuantas en pie en el municipio toscano de San Gimignano -un skyline del tardomedievo que llegó a sumar 72 torres y del que apenas quedan 15-, aunque tiene más sentido desplazarse a la vecina Siena, cuya Plaza del Campo es la sede de una torre municipal -la Torre del Mangia- concebida en el siglo XIV para superar premeditadamente la altura del campanario de la catedral.

Las agujas de los templos góticos miraban a Dios, aspiraban a arañar las entrañas del cielo en el sentido trascendente. Los rascacielos contemporáneos tanto son la respuesta a las limitaciones de suelo de las grandes ciudades como el pretexto de un delirio megalómano. No es necesario participar en él. Tiene lógica que lo haga Nueva York en sus presupuestos fundacionales, en el estupor estético de sus primeros rascacielos, ninguno tan bello como el Chrysler. Y tiene derecho a resarcirse de la amputación que supuso el trauma de las torres gemelas.

Se abatieron precisamente porque representaban el poder del imperio, las cimas del capitalismo. Y el paradigma de las libertades que habían de sepultarse. De la zona cero ha surgido el mayor rascacielos de la ciudad. Y se han ido erigiendo otros en Manhattan que reconcilian la ciudad con su expectativa vertical. Madrid es horizontal. Se define mucho mejor en la techumbre de la tejas y en su aspecto retaco. En sus cuevas. En su aire de pueblo. En la pureza de un cielo -el de Velázquez y de Tiepolo, el de Antonio López- que se observa mejor sin accidentes, distorsiones ni complejos de testosterona.

No es una buena idea aterrizar en Madrid viniendo desde Nueva York, sobre todo cuando se observa desde la ventanilla del avión la anomalía y la precariedad del skyline capitalino. Cuatro torres erguidas en la nada. Y acompañadas por el contrapeso de quinto “rascacielos” truncado.

Cuatro Torres Madrid
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