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Rubén Amón

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No hay mejor bandera que… la europea

La guerra, igual que el covid, ha reanimado la razón de ser del proyecto comunitario, y ha dado un salto cualitativo en la política de defensa, energía y migraciones

Foto: Ursula von der Leyen, junto a Vladímir Putin. (EFE/Alexei Nikolsky)
Ursula von der Leyen, junto a Vladímir Putin. (EFE/Alexei Nikolsky)
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No está claro si los antivacunas son los mismos que los putinistas, pero resulta indudable que a estos últimos los identifican la eurofobia y el rechazo al proyecto comunitario en su principio de cesión de soberanía. Nadie mejor para combatir las sociedades abiertas de la UE que un modelo imperialista bajo el yugo de un tirano. Putin es la némesis de Occidente.

Y la dialéctica se ha enfurecido. El patriarca ruso exhibe su perfil castrense y expansionista mientras la Unión Europea hace acopio de sus mejores virtudes 'constitucionales', de tal manera que la crisis ucraniana predispone un salto evolutivo respecto a las categorías más descuidadas del proyecto continental: la defensa, la política energética y el modelo migratorio.

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De hecho, el éxodo de los refugiados ha funcionado en los términos contrarios que hubiera deseado Putin. Y no porque vaya a resultar sencillo asimilar a cuatro millones de 'extranjeros', sino porque la bomba demográfica que ha detonado Vladímir Putin ha encontrado la respuesta de un plan de acogida inédito y ejemplar en la historia de la UE, tanto por la definición ilimitada del sistema de asilo como porque se concede a los refugiados permisos de residencia y de trabajo inmediatos.

La guerra ha reanimado la idiosincrasia comunitaria y ha servido para 'reunificarla'. Lo demuestra el consenso respecto a la decisión de armar a Ucrania, lo prueba el sacrificio que van a suponer las severísimas sanciones a Rusia —se disparan los precios de la energía y de la alimentación— y lo acredita la posición agonizante de la extrema derecha y de la extrema izquierda, cuya pulsión eurófoba se ha resentido de la devoción extemporánea al putinismo. Tiene interés despejar cuál va a ser el castigo de los votantes franceses a los candidatos ultras que flirteaban con Putin —ninguno tanto como Zemour, pero también Le Pen y Mélenchon— y reviste muchísima relevancia doméstica despejar hasta dónde y hasta cuándo van a pervertirse las relaciones irresponsables del Gobierno español.

La posición de Podemos en la fantasía diplomático-pacifista se demuestra cínica e inaceptable —cuando no colaboracionista— a medida que Putin escala en la ferocidad de una guerra que ha declarado él mismo. La ministra Ione Belarra espera que el conflicto finalice cuanto antes… por la rendición de Ucrania. Antes se entrega y se deja violar, menos víctimas y daños conllevará el martirio, el estupro.

Foto: Coches a la salida de Kiev tras el inicio de la ofensiva rusa (Reuters/ Valentyn Ogirenko)

En realidad, el partido que fundó y hundió Iglesias se retrata en un euroescepticismo insostenible. Y no solo porque desafina respecto a la cohesión de la UE en la crisis ucraniana, sino porque frivoliza con la madurez y sentido que ya había demostrado el proyecto comunitario en la emergencia del covid. No hablamos del coronavirus pese a la letalidad de las estadísticas contemporáneas, pero la jerarquía informativa y el impacto mediático de la guerra no deberían hacernos olvidar la eficacia de la gestión comunitaria, tanto en el ámbito de las vacunas como en el hito que supuso la mutualización del fondo de recuperación. España se ha beneficiado de ello de manera contundente —140.000 millones— y se ha convertido en ejemplo fértil de los mecanismos solidarios.

Es la perspectiva desde la que tiene especial sentido ondear la bandera de Europa y de conmoverse con el discurso ardoroso que ofició Josep Borrell, pero no hasta el extremo de considerar oportuna la incorporación urgente de Ucrania, como ha reclamado el presidente Zelenski y como ya hacía él mismo en sus espacios cómicos pidiéndole cuentas a Angela Merkel.

Las objeciones no provienen de convertir la UE en frontera de Rusia —ya lo es con arreglo al mapa contemporáneo en Polonia, Lituania y Letonia— sino porque se desquiciarían los criterios de adhesión elementales. No solamente por la corrupción, la falta de transparencia o por las distorsiones en la separación de poderes, sino porque resultaría incendiario adoptar un Estado fragmentado y 'okupado' que le serviría a Putin de polvorín.

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen. (EFE/Stephanie LeCocq)

El zar abusa de su falta de principios y de su ferocidad. La guerra es asimétrica porque Putin conoce la fragilidad de la resistencia. No solo la que pueda oponer militarmente Ucrania, sino la precaución con que la propia Europa recela de cruzar todos aquellos límites bélicos, humanitarios, mediáticos, que Putin aplasta con sus botas.

Es la razón por la que la conquista de Ucrania se antoja inevitable. El Ejército ruso solo tiene que graduar la presión y añadir más recursos militares a la contundencia de una anexión que parece irreversible. Y que, por la misma razón, relativiza la expectativa de un armisticio, ni siquiera fantaseando con la idea de que la sociedad rusa —más empobrecida, más desalentada, más aislada— terminará destronando a su propio patriarca.

La contrapartida a este ejercicio de realismo consiste en que la Unión Europea ha recuperado su razón histórica precisamente cuando más lejos habían llegado el nacionalismo, la extrema derecha, la extrema izquierda y el euroescepticismo que patrocinaba el propio Putin.

No está claro si los antivacunas son los mismos que los putinistas, pero resulta indudable que a estos últimos los identifican la eurofobia y el rechazo al proyecto comunitario en su principio de cesión de soberanía. Nadie mejor para combatir las sociedades abiertas de la UE que un modelo imperialista bajo el yugo de un tirano. Putin es la némesis de Occidente.

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