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¿Deben mostrarse las imágenes más crudas de la matanza?
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Rubén Amón

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¿Deben mostrarse las imágenes más crudas de la matanza?

El tabú de la muerte pugna contra la necesidad y responsabilidad de exponernos a las atrocidades de una guerra que no es un videojuego y cuya crudeza obliga a un cambio en la posición de Occidente

Foto: Tumbas de civiles en Bucha. (Reuters/Vladyslav Musiienko)
Tumbas de civiles en Bucha. (Reuters/Vladyslav Musiienko)
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La imagen de una familia exterminada y amontonada en una fosa común de Bucha forma parte de los documentos más atroces de la barbarie. Y no es cuestión de proponer aquí todos los detalles del aquelarre, pero sí los suficientes —los civiles maniatados, una niña pequeña exánime con síntomas de…— para exponer una cuestión que se ha incorporado a la sensibilidad de la opinión pública y al criterio de los medios informativos homologados: ¿deben mostrarse las imágenes más explícitas y pavorosas?

Hemos visto fotografías implícitas cuyo valor estético, conceptual y hasta expresionista provocan una conmoción “suficiente” que preserva, por añadidura, el pudor de los difuntos. La “familia de Bucha” tiene el derecho póstumo la intimidad, pero la imagen de la masacre —y de muchas otras escenas explícitas— tanto ha adquirido la relevancia de documentar los crímenes como la obligación de golpear a las sociedades. No solo como argumento para tomarse en serio las sanciones, sino llegándose a cuestionar el tabú de la muerte que infantiliza e insensibiliza a los países occidentales.

Foto: Imagen satelital de Bucha, en la región de Kiev. (Reuters/Maxar Technologies)

Deben exponerse, en efecto, las imágenes más crudas. No por el morbo ni por el sensacionalismo, sino porque la cautela que implica “herir la sensibilidad del espectador” está subordinada a los argumentos de fuerza mayor. Una guerra no es un videojuego. Y los crímenes de lesa humanidad tanto sacrifican a civiles inocentes en Bucha o en Mariúpol como sobrentienden un mínimo ejercicio de conmoción a quienes somos meros espectadores. Solo faltaba que pretendiéramos aislarnos de la verdad. Y acomodarnos en la periferia de la matanza, protegiéndonos del impacto y del trauma que puedan engendrar las fotografías y vídeos más violentos.

Sucedió durante el covid. Ocurrió que las sociedades occidentales convinieron preservarse de la ferocidad de la pandemia. Las muertes no fueron otra cosa que una estadística. Sobrevino entonces un ejercicio de censura institucional y de mojigatería mediática que aspiraba a anestesiarnos. Y que perseveraba en la idea de tratarnos como niños.

No es que “Occidente” reniegue de la muerte como si fingiera que no existe. Hace lo mismo con cualquier recordatorio. Por eso los ancianos y los enfermos han adquirido una categoría incómoda, discriminada. Aceptamos a los viejos únicamente cuando son capaces de coronar el Everest. Y cuando los convertimos en ejemplos inequívocos de la vida eterna. El proceso de infantilización es tan elocuente como el fenómeno de la insensibilización, más o menos como si las escenas más rotundas de la matanza rusa llegáramos a percibirlas en los términos de una ficción. La sociedad “moderna” no está preparada para el atropello de un cervatillo ni el infarto de una mascota, pero transige con el dolor de los congéneres. El proceso radical de la humanización de los animales equivale al proceso equivalente de la deshumanización de los humanos.

La sociedad “moderna” no está preparada para el atropello de un cervatillo, pero transige con el dolor de los congéneres

¿Deben mostrarse las imágenes más explícitas…? La respuesta afirmativa no debe comprometer ciertas franjas protegidas ni implica la tentación del amarillismo, pero representa un ejercicio de verdad y de responsabilidad. La presión de la opinión pública en su indignación y en sus terminales mediáticas estimula el posicionamiento político. No hubiera sido necesario conocer al detalle los crímenes contra la humanidad para cuestionar la estrategia sarcástica de Europa —ayudar a Ucrania con una mano, pagar a Putin con la otra—, pero la indignación de la barbarie ha suscitado un nuevo criterio de sensibilidad y hasta una diferente posición geopolítica, más allá de haberse reunido —amontonado— las pruebas que convierten a Vladímir Putin en un criminal de guerra y que acaso pueden deteriorar su reputación doméstica.

La solución moscovita de convertir la barbarie de Bucha y de otras ciudades en un montaje de la propaganda occidental implica un ejercicio excesivo de credulidad y subestima el deterioro en la moral de los propios soldados rusos. Los comandos del terror no identifican a todos ellos. Y sí han llevado la guerra a un límite del que no podemos ocultarnos. Una familia masacrada. Una fosa común. O la imagen de una mano que se aferra a un crucifijo. O un parque infantil cuyas atracciones dan vueltas con la inercia misma de los bombardeos. Explícitas o implícitas, las imágenes de la guerra de Ucrania y las atrocidades derivadas no es que puedan o no perturbarnos. Es que deben hacerlo hasta las entrañas.

La imagen de una familia exterminada y amontonada en una fosa común de Bucha forma parte de los documentos más atroces de la barbarie. Y no es cuestión de proponer aquí todos los detalles del aquelarre, pero sí los suficientes —los civiles maniatados, una niña pequeña exánime con síntomas de…— para exponer una cuestión que se ha incorporado a la sensibilidad de la opinión pública y al criterio de los medios informativos homologados: ¿deben mostrarse las imágenes más explícitas y pavorosas?

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