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El pacto mafioso: una mano lava la otra
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Rubén Amón

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El pacto mafioso: una mano lava la otra

El presidente salva una nueva sesión de psicosis parlamentaria anteponiendo la relación siniestra con Bildu a la oportunidad de un pacto de Estado con el PP

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto a María Jesús Montero. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto a María Jesús Montero. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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No se votaba lo que se votaba. O sea, no se dirimía la conveniencia de las medidas anticrisis que ya están en vigor —la subvención del combustible, el aumento de la renta mínima, la bajada del IVA de la luz—, sino una moción de confianza clandestina que amenazaba la supervivencia de Pedro Sánchez.

Es interesante el matiz porque el enésimo 'thriller' de la carrera de San Jerónimo degrada las obligaciones del Parlamento. Las señorías lo ocupan —o lo okupan— para representar a los ciudadanos, no para frivolizar con sus emergencias ni para subordinarlos al navajeo de un ajuste de cuentas.

Y las cuentas estaban muy ajustadas. Por esa razón, el presidente suspendió el viaje previsto a Polonia y Moldavia. No podía ausentarse del hemiciclo porque las apreturas del 'match ball' necesitaban de su voto. Y porque se reproducía la psicosis que estuvo a punto de malograr el decreto de la reforma laboral. Entonces, lo salvaron los populares gracias a la negligencia providencial del diputado Casero. Involuntariamente. Y esta mañana le ha salvado la mano negra Bildu, de tal manera que Sánchez fortalece la dependencia con el partido más abyecto del Parlamento. ¿A qué precio?

Foto: El Gobierno saca adelante el decreto anticrisis. (EFE/Emilio Naranjo)

La respuesta elemental alude a la inclusión de la agrupación ultraabertzale en la comisión de secretos oficiales. Lo que ignoramos son los detalles siniestros que hayan podido amarrarse anoche en el cuarto oscuro de Ferraz, más allá de haberse consolidado una relación tripartita —PS, Bildu, Podemos— que aspira a evacuar al PNV de su hegemonía en Euskadi.

Y conste que la oferta de Feijóo no era un farol. Hubiera convenido a la nación —¿no se trata de eso?— la “sorpresa” de un pacto bilateral que tuviera en cuenta las medidas anticrisis en vigor y las novedades fiscales y económicas que aportaban los populares. La nueva etapa del PP asumía la superación del obstruccionismo y del antisanchismo, pero la adhesión de la casta soberanista —Bildu, BNG, PNV…— al decretazo desfiguraba el armisticio. Y demostraba que Sánchez no necesitaba al PP.

Sánchez siempre encuentra un cuerpo al que vampirizar, un organismo político donde parasitan las fechorías. Se desenvuelve con la soltura de un crupier que amaña simultáneamente las mesas en las que opera. Tanto hubiera aceptado las rebajas fiscales del PP como hubiera accedido a las demandas “sociales” de Bildu. Jugaba otra vez a dos bandas.

El apoyo de los soberanistas vascos contradecía que Feijóo se hubiera avenido al sí o la abstención. No ya porque ya estaban garantizadas las medidas anticrisis, sino porque el rechazo de los populares enfatiza una enmienda integral a la ferocidad del método Sánchez. Lo explicó bien el diputado Jaime de Olano (PP). No se puede proteger al Gobierno para desproteger al Estado.

Ha vuelto a ocurrir, en efecto, la naturalidad con que el presidente recurre al decretazo. Ha vuelto a producirse la subasta inmoral de los sufragios. Y ha vuelto a profanarse la credibilidad de las instituciones, sobre todo cuando Meritxell Batet urdió el ardid parlamentario que cambiaba las reglas del juego para colocar a Bildu y a ERC en la comisión de los secretos oficiales.

Estaba claro que los soberanistas catalanes iban a restregarle a Sánchez la operación Pegasus. Y lo estaba también que el salvavidas providencial de Bildu permitía a Rufián sobreactuar en sus ataques al Gobierno. No se ha roto la coalición, como llegó a temer Sánchez. Y no lo hará porque la hipótesis de un anfitrión alternativo en la Moncloa resulta contraproducente a los respectivos intereses. Los indepes no se fían de Sánchez. Sánchez no se fía de los indepes. Pero se necesitan y se soportan. ERC ha dicho sabiendo que Bildu diría sí. Una mano lava la otra, aunque este hermoso eslogan mafioso no contradice que Sánchez ofrezca la cabeza de Margarita Robles.

Foto: Margarita Robles. (EFE/J. J. Guillén)

El problema del caso Pegasus no consiste solo en haber intervenido los teléfonos de los aliados soberanistas, sino en depender de ellos, cultivarlos, sobarlos, consciente Sánchez de que incurrían en todas las fechorías que sobrentendía la declaración de Margarita Robles: “¿Qué tiene que hacer un Estado, un Gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, corta las vías públicas, cuando realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania?”

No sabemos qué es lo que tiene hacer el Gobierno. Sabemos lo que ha hecho. Pactar con los enemigos del Estado. Indultarlos. Y convertirlos en combustible político hasta que la trama de espionaje ha expuesto las miserias y abyecciones de semejante colusión. Ni siquiera la decapitación de Robles puede cauterizar la degradación del pacto de investidura. Impresiona y avergüenza la evolución de Bildu. Sánchez normalizó las relaciones. Y el umbral del dolor explica que se haya convertido ahora no en un mero actor de las aritméticas de la mayoría, sino en el punto de apoyo decisivo.

No es difícil imaginar la angustia de Juan Espadas. Me refiero al candidato del PSOE a las andaluzas. Y a la desesperación que debe suponerle competir en los comicios de junio mientras Sánchez abraza a Otegi.

No se votaba lo que se votaba. O sea, no se dirimía la conveniencia de las medidas anticrisis que ya están en vigor —la subvención del combustible, el aumento de la renta mínima, la bajada del IVA de la luz—, sino una moción de confianza clandestina que amenazaba la supervivencia de Pedro Sánchez.

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