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El absurdo nacionalismo madrileño
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Rubén Amón

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El absurdo nacionalismo madrileño

La fiesta del Dos de Mayo enfatiza un discurso identitario innecesario en contradicción con el espíritu de la resistencia a los franceses y con la naturaleza heterogénea de la propia autonomía

Foto: Fuente de la Cibeles de Madrid. (EFE/Javier López)
Fuente de la Cibeles de Madrid. (EFE/Javier López)
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La oportunidad de una conversación informal —y publicable— con la historiadora Carmen Iglesias me permitió descubrir que la resistencia de los madrileños a la invasión francesa no se hubiera explicado sin la colaboración masiva de los españoles… no madrileños. Tres de cada cuatro “guerrilleros” no habían nacido en la capital. Y no lo necesitaron tampoco para sentirse involucrados en una causa que dirimía el porvenir de la patria.

Madrid se levantó en armas y cacerolas contra el saqueo de las huestes napoleónicas. Y fue una tentación de la intelectualidad liberal transigir con que España prosperara como territorio bonapartista —la educación, el reformismo, la modernización—, pero la ilusión que compartieron los afrancesados —Goya, Moratín, Meléndez Valdés— se resintió de los abusos del invasor transpirenaico. La tragedia española consistió en la negligencia de Fernando VII, un rey traidor y abyecto que se desentendió de sus obligaciones. Y que solo las asumió cuando la resistencia de los ciudadanos contribuyó decisivamente a la capitulación de José Bonaparte.

Foto: El barrio de Malasaña decorado por la festividad del 2 de mayo. (EFE/Kiko Huesca)

Me contaba Carmen Iglesias que hubiera tenido mucho sentido reaccionar a la invasión desplazando la corte y la capital de España al territorio de ultramar. Lima, por ejemplo. Aquellos territorios no eran colonias, sino categorías administrativas tan españolas como Andalucía.

La iniciativa temporal o coyuntural no solo hubiera evitado la vergüenza del exilio y los fantasmas del colaboracionismo. También habría preservado al imperio español de la disgregación que sobrevino después. Porque un cambio de centro de gravedad —Constantino trasladó la capital de Roma al Bósforo— no implicaba la rendición, sino la mejor estrategia defensiva.

Tiene sentido hablar de estas cosas en la fecha del dos de mayo. Que es el día de la Comunidad de Madrid. Y que puja por convertirse en una expresión bastante absurda del nacionalismo madrileño. La propia Ayuso ejerce de presidenta providencial, de jefa de Estado a medida de un esfuerzo identitario que se antoja artificial e innecesario. Más todavía cuando el “madrileñismo” es una abstracción. No ya cuando vinieron a defender la ciudad los españoles extra-capitalinos, sino también ahora, que la gran virtud de la villa y del territorio autonómico se nutre precisamente de la heterogeneidad de las procedencias y de la apertura mental.

Foto: El filósofo y ensayista Fernando Savater. (EFE/Pablo Martín)

Reivindicar el madrileñismo consiste precisamente en renunciar a él. La identidad de Madrid se la otorga la ausencia de identidad. Y no porque la capital carezca de personalidad ni de idiosincrasia, sino porque se la conceden los flujos migratorios, desde los estudiantes de Erasmus a los chinos de Usera, desde los dominicanos de Tetuán a los musulmanes que se reúnen en la mezquita de la M-30. No proliferan los madrileños de abolengo y linaje antiguos. Ni se desenvuelven tampoco como depositarios de un discurso nacionalista o madrileñocentrista. Ni falta que hace.

De hecho, la “excepción identitaria” de la capital española resulta balsámica en estos tiempos de soberanismos excluyentes, de mitos fundacionales y de refriegas folclóricas, lingüísticas e iconográficas. Ningún ciudadano identifica el himno de la Comunidad ni conoce la letra, afortunadamente.

¿Y la bandera? Pues la bandera la ideó mi padre, Santiago Amón, y la diseñó José María Cruz Novillo. Quiero decir que se trata de una insignia adoptada hace tres días (1983). Y cuya feliz e insólita concepción histórica y estética explican que Joaquín Leguina, presidente de la Comunidad entonces, expusiera su desconcierto a los autores, precisamente por la elocuencia del rojo y la constelación de las estrellas: “¿No les ha quedado esto un poco vietnamita?”, preguntó el patriarca socialista.

La oportunidad de una conversación informal —y publicable— con la historiadora Carmen Iglesias me permitió descubrir que la resistencia de los madrileños a la invasión francesa no se hubiera explicado sin la colaboración masiva de los españoles… no madrileños. Tres de cada cuatro “guerrilleros” no habían nacido en la capital. Y no lo necesitaron tampoco para sentirse involucrados en una causa que dirimía el porvenir de la patria.

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