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Rubén Amón

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"El asesino del rey es el rey"

La reconciliación forzada o forzosa de la Zarzuela enfatiza una fricción que debilita la monarquía para satisfacción de Sánchez y para despecho del juancarlismo reaccionario

Foto: El rey emérito Juan Carlos presencia en Pontevedra un partido de balonmano que disputa su nieto Pablo Urdangarin. (EFE/Salvador Sas)
El rey emérito Juan Carlos presencia en Pontevedra un partido de balonmano que disputa su nieto Pablo Urdangarin. (EFE/Salvador Sas)
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El entusiasmo popular con que ha sido recibido en Sanxenxo, el bullicio de las regatas en aguas españolas y el fervor de los rapsodas cortesanos han debido parecerle a Juan Carlos I un ejemplo inequívoco del acto de reparación y de justicia que cree merecerse. Y que justificaría un regreso más o menos triunfal que implica incluso el regreso a la Zarzuela.

No ha tenido otro remedio que recibirlo Felipe VI. Y que exponer una escena de 'reconciliación' impuesta por la obstinación con que el Rey emérito se ha indultado a sí mismo y ha decidido finiquitar el destierro con todos los resabios que lo proscribieron: volar desde Abu Dabi en un avión angoleño y concederse a los empresarios que sufragan su manutención.

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El más audaz y fervoroso de los republicanos no hubiera planificado un regreso más folclórico ni degradante. El histerismo de la prensa. El vuelo circular de los 'paparazzi'. El cuarto de invitados donde ha residido. Y la mezcolanza entre los fervores populistas y la anorgasmia de las instituciones.

Puede entenderse la debilidad filial de Felipe de Borbón, la congestión de las cuestiones sentimentales, personales e institucionales. El viaje relámpago ha precipitado un vis a vis embarazoso. Y ha suscitado un debate en la opinión pública que sobrepasa la mera idoneidad del despecho. Sanchistas y antisanchistas. Republicanos justicieros y cortesanos. Progres y fachas.

Le conviene al bonapartismo de Sánchez una monarquía débil. Y le interesa una cohabitación sumisa de la jefatura del Estado. No es el único problema de Felipe VI. Se ha fortalecido un juancarlismo reaccionario que idealiza el esplendor borbónico y que considera al 'hijo' un monarca pusilánime, demasiado condescendiente con las emergencias territoriales de la nación.

Foto: Felipe VI junto a su padre y predecesor en el trono. (Reuters/Andrea Coma)

Es el contexto claustrofóbico en que se explica la incomodidad de la visita. La primera de muchas otras. Y el origen de una cohabitación que solo reviste complicaciones. La monarquía española es más débil con dos reyes que con uno, especialmente si Juan Carlos I convierte su libertad condicional en una suerte de estrategia vindicativa y en un sujeto de debate polarizador.

Bien podría inspirarse en la fórmula vaticana. Resignarse al papel silente y contemplativo que adoptó Benedicto XVI. Suya fue la decisión revolucionaria de renunciar al papado. Y la disciplina con que asumió su rango de emérito sin necesidad de abandonar el perímetro sagrado de la Santa Sede.

Es la única manera de concebir una diarquía, o sea, la fórmula de gobierno con que la antigua Esparta reconocía la cohabitación de dos reyes. Tenían los mismos poderes. Y se vigilaban entre sí, pero la fórmula se resentía de la respectiva ambición, así como representó un fenómeno más o menos inexportable.

Foto: El rey emérito Juan Carlos I en Sanxenxo (Pontevedra). (Reuters/Pedro Nunes) Opinión
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La diarquía borbónica remarca una anomalía, debilita la institución y convoca la irresponsabilidad de Juan Carlos I en la manera de interpretar su derecho al blanqueo y su reconciliación con la patria. Conviene recordar que los delitos en que presuntamente ha incurrido están protegidos por la inviolabilidad o la prescripción. Y que no ha habido una absolución.

Se ha amañado entre todos una suerte de fórmula parajudicial que tanto alojaba hace dos años la figura anacrónica del destierro como aspira ahora a la indulgencia y la gloria por el camino de la aclamación popular.

"El asesino del rey es el rey". He aquí el enigma que el sacerdote Tiresias expone a Edipo cuando trasciende la muerte de un hombre en un cruce de caminos. Edipo es el ejecutor de la 'reyerta', pero el rey de Tebas ignora que la víctima consiste en su propio progenitor. Ni lo sabe ni puede saberlo, aunque la ignorancia no le redime ni del dolor, ni de la impotencia ni del castigo. "El asesino del rey es el rey", proclama Tiresias.

Foto: El rey Juan Carlos, en el Bribón. (LP)

Es el origen del mito de Edipo en su connotación simbólica y freudiana. Y la expresión perfectamente invertida de cuanto está sucediendo entre Juan Carlos I y Felipe VI. El Rey emérito sí sabe quién es su hijo. Y es consciente del peligro letal que supone el encuentro en la Zarzuela, pero ni la paternidad ni el veneno de la visita le han disuadido de evitarla. Y ha enfatizado una conspiración polifacética que perturba la estabilidad de la monarquía, precisamente porque Felipe VI se haya expuesto a la impertinencia de su padre, al revanchismo de los juancarlistas y a la presión de la corriente republicana, no ya significada en la coherencia de los enemigos oficiales y explícitos, sino simbolizada en la felonía implícita del propio Sánchez.

El entusiasmo popular con que ha sido recibido en Sanxenxo, el bullicio de las regatas en aguas españolas y el fervor de los rapsodas cortesanos han debido parecerle a Juan Carlos I un ejemplo inequívoco del acto de reparación y de justicia que cree merecerse. Y que justificaría un regreso más o menos triunfal que implica incluso el regreso a la Zarzuela.

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