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Huérfanos de Jane Birkin (y orgullosos de ella)
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Huérfanos de Jane Birkin (y orgullosos de ella)

La antidiva franco-británica tenía que haber inaugurado los Veranos de la Villa, pero el contratiempo de la cancelación no desmiente ni su obstinado idealismo ni el fetichismo de quienes la frecuentamos y admiramos

Foto: Jane Birkin posa en el photocall de Cannes. (EFE/Sebastien Nogier)
Jane Birkin posa en el photocall de Cannes. (EFE/Sebastien Nogier)
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No me equivoqué de ciudad. Me equivoqué de época. Es decir, que mi itinerario fetichista entre las musas del 68 se produjo 40 años después de la efervescencia política, hedonista y voluptuosa.

Conocí a Françoise Hardy en la serenidad asexuada. Visité a Fanny Ardant cuando la cirugía estética le había desdibujado sus rasgos. Y entrevisté a Juliette Greco en el Hotel Lutetia cuando había cumplido 80 años. Insisto en el hotel, el Lutetia, porque lo escogió ella como una especie de ritual supersticioso.

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Era el cuartel general de la Gestapo en tiempos de la ocupación, pero Greco lo evocaba con entusiasmo porque allí repatriaron a su madre de los campos de exterminio nazis. Me lo contaba conmovida, aunque su voz abaritonada también aportaba solemnidad. Hablaba Greco en nombre de una época. Cuando Dios creó a la mujer en Saint-Tropez. Y cuando los existencialistas la convirtieron en sirena de la playa que había debajo del pavés.

Competencia tenía la Greco. Y una contrafigura también. Me refiero a Jane Birkin, la 'extranjera', la chica bien inglesa que Serge Gainsbourg transformó en chica mal, incitándola a un orgasmo discográfico que escandalizó al Vaticano y que fue aceptado como un himno libertario.

placeholder Jane Birkin. (Getty Images)
Jane Birkin. (Getty Images)

Frecuenté a la Birkin. Le cogí cariño. Me pareció entrañable su implicación enciclopédica en las causas perdidas, el genocidio tibetano, la represión birmana, la masacre chechena, el bloqueo palestino. Había enterrado su cetro de mito sexual. Y se negaba a corregir cualquier desgaste del tiempo.

Sus arrugas le concedían distinción. Y sus ojos azules, azules marino, parecían haberse empequeñecido a cambio de la clarividencia. Birkin estaba serena. Está. No le asusta el umbral de los setenta y cinco años. Ni le preocupaba que la hubieran dejado de cortejar los hombres. Le halagaba que sus amigos homosexuales la invitaran al teatro.

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No renunció al acento inglés. Ni a su idiosincrasia cultural. Creo que tenía un bulldog, Dora, por razones de afecto patriótico. Y su casa en Saint-Germain-des-Prés —dónde si no— parecía decorada como un piso londinense de Nothing Hill. Suficientemente grande para alojar un piano de cola negro donde Birkin amontonaba las fotografías como el altar de un torero.

Estaba la de su madre, actriz olvidada de los cuarenta. Y la de su padre, un héroe de guerra que colaboró con la resistencia francesa y que salvó la vida de François Mitterrand, cuando Mitterrand no sospechaba que iba a convertirse en el primer presidente socialista de la historia.

placeholder Serge Gainsbourg y Jane Birkin en 1974. (EFE/Michel Giniès)
Serge Gainsbourg y Jane Birkin en 1974. (EFE/Michel Giniès)

Pero no divaguemos. Estábamos escudriñando el piano de la Birkin. El álbum familiar. Pasando lista. Y no hemos visto una foto de John Barry. Que fue su primer marido. Y sí hemos visto una foto de Kate, la hija que tuvieron juntos. Se quitó la vida y se la quitó un poco a Jane Birkin. Que necesita buenas razones para reír. Y no tan buenas para irritarse.

Sobre todo cuando mencionan en vano a Serge. O cuando los cronistas perseveran en una caricatura del promiscuo icono cultural, retratándolo como un tipo volcánico, voraz, incluso peligroso. Birkin no vivía con el mito. Vivía con el hombre. Y lo despidió en Montparnasse rodeado de flores y de viudas. La Bardot. Y Bambou, la modelo nieta del general alemán Friedrich von Paulus. Y tantas mujeres anónimas. Y Constance Meyer. Que escribió una carta secreta a Gainsbourg cuando tenía 16 años. Y que se convirtió en su amante cuando no había cumplido todavía los 17.

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No eran plañideras, aunque la Birkin mantiene una relación sarcástica con la muerte. Le gustaba recrearse en la sorpresa que le produjo a su nieto descubrir que su abuelo estaba en un bote de mermelada.

— ¿Y por qué lo habéis metido ahí?

— Es que lo quemamos.

— ¿Quemasteis al abuelo?

placeholder Retrato de Jane Birkin en 1971. (Getty Images)
Retrato de Jane Birkin en 1971. (Getty Images)

Ya le explicó Birkin que se trataba de una incineración. Y que era más sencillo trasladar un difunto en un bote de mermelada que exponerse a los trámites burocráticos de la expatriación de un familiar fallecido...

Tenía que haber venido Birkin a inaugurar los Veranos de la Villa. Y venir, vino, pero la indisposición de uno de sus músicos precipitó la cancelación del concierto. No así el de Barcelona, aunque el contratiempo de la capital nos ha dejado un poco huérfanos no solo a los melómanos, sino a quienes queríamos verla resucitar en el escenario para demostrar —demostrarnos— que igual nos habíamos equivocado de ciudad pero no de época.

No me equivoqué de ciudad. Me equivoqué de época. Es decir, que mi itinerario fetichista entre las musas del 68 se produjo 40 años después de la efervescencia política, hedonista y voluptuosa.

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