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El siniestro caso Baroja
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El siniestro caso Baroja

El revisionismo arbitrario y justiciero aspira a degradar la impronta del madrileñísimo escritor vasco, ahora que PP y Cs formalizan su condición de Hijo Adoptivo

Foto: Un rincón de la casa de Pío Baroja, en una imagen de archivo (Jesús G. Feria)
Un rincón de la casa de Pío Baroja, en una imagen de archivo (Jesús G. Feria)
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Andan los Madriles revueltos otra vez por la exhumación de la memoria. Y por el dogmatismo de la progresía respecto a los criterios de canonización y demonización con que debe juzgarse o adecentarse el pasado.

Me refiero a los obstáculos que la izquierda municipal madrileña —no confundir con la izquierda— opone a la proclamación de Pío Baroja como Hijo Adoptivo. Y a los reproches que le han costado a Nacho Cano el estreno de “Malinche”, fundamentalmente porque el compositor habría exagerado el esplendor colonialista a expensas de la causa indigenista.

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Hubiera sido más interesante “juzgar” a Cano por razones artísticas y musicales, antes que convertirlo en un historiador. Hubiera sido mejor eludir un proceso arbitrario de Baroja. Anticomunista, es verdad. Antisemita, es cierto. Misógino, probablemente. Y un escritor gigantesco cuya aportación a la ciudad de Madrid sobrepasa todos los honores que se le quieran reconocer o ningunear, ahora que el PP y Cs defienden su gloria clasificándolo con derecho a trono en el Olimpo de la villa y corte.

Cuesta trabajo comprender la literatura de Baroja fuera de su vinculación a la capital donde residió tantos años. Y donde fue describiendo y viviendo una “lectura” polifacética. Los arrabales de 'La lucha por la vida' son un buen ejemplo de la antropología literaria, pero el itinerario abarca el Madrid de los estudiantes ('El árbol de la ciencia'), los desvelos de la bohemia ('Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox'), el Madrid más sofisticado e isabelino ('Memorias de un hombre de acción') y la vida galante de 'Las noches del Buen Retiro', en cuyas estribaciones se ubica la estatua que el alcalde socialista Tierno Galván inauguró en honor del escritor vasco.

Foto: Fachada de la librería Pérgamo en Madrid Opinión
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No se produjeron entonces los extremos revisionistas y arbitrarios con que ahora se observa el pasado. Y con los que acostumbran a escrutarse los caminos de perfección, como si los artistas estuvieran obligados al ejercicio y pedagogía de una vida ejemplar. Bastante hacen con depararnos la dicha y las emociones con las que leemos sus obras, escuchamos su voz, observamos sus pinturas o recordamos sus películas. Lo decía Séneca desde el pragmatismo: “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”.

Semejante perspectiva relativiza las obligaciones de los artistas o de los hombres de cultura con los hábitos de excelencia. Wagner escribió un panfleto antisemita cuyas estupideces no contradicen la sublime aportación a la humanidad de 'Parsifal'. Podría decirse lo mismo del pensamiento truculento de Baroja respecto a los judíos o a las mujeres o a las razas inferiores. Extirpar sus fobias fuera de contexto es tan absurdo como sustraerle a la herencia cultural que nos ha dejado. Le está ocurriendo a Pablo Picasso. Se le trata de caricaturizar en el machismo —y en la alopecia— a costa de discutirse su huella en la cultura del siglo XX y la influencia que prevalece a punto de cumplirse medio siglo de su muerte. La herencia de Picasso es descomunal. Ha transformado el rumbo del arte. Ha revolucionado la estética. Ha sido el dios de la fertilidad.

Las ciudades necesitan reconocerse en Picasso o en Baroja, cuyo madrileñismo tanto se localiza en sus obras como lo hace en su vida

No necesita calles ni avenidas que le reconozcan sus proezas. Es al revés. Las ciudades necesitan reconocerse en Picasso o en Baroja, cuyo madrileñismo tanto se localiza en sus obras como lo hace en su vida. Y no hablamos de costumbrismo ni de pintoresquismo, sino de la experiencia de pasear y pasearse la ciudad. Por los descampados del Parque del Oeste. Por las librerías que delimitan el Barrio de las letras. Por el sube-baja de la calle de Alcalá. Y por la impronta “pedestre” en la Cuesta de Moyano.

Ha caído en mis manos un documento fechado en 1925 que reivindica una ubicación honrosa de la Feria Permanente del libro. Figura Pío Baroja entre los muchos firmantes del manifiesto. Y alude a la conveniencia de adecentar el lugar en el que intercambian intereses los bibliómanos y los titulares de las casetas, “pasando las mejores horas de nuestras vidas”.

Era el embrión de la Cuesta de Moyano. Y la expectativa que supondría adquirir una cierta dignidad en la vida cultural madrileña, de tal manera que Pío Baroja no era un mero escritor “afincado” en Madrid, sino un activista que pone en ridículo a quienes quieren condenarlo sin haberse acaso tomado la molestia de leerlo.

Andan los Madriles revueltos otra vez por la exhumación de la memoria. Y por el dogmatismo de la progresía respecto a los criterios de canonización y demonización con que debe juzgarse o adecentarse el pasado.

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