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Los Stradivarius de Palacio gimen la voz de Cristo
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Rubén Amón

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Los Stradivarius de Palacio gimen la voz de Cristo

Patrimonio Nacional convoca al grupo La Spagna para interpretar la versión de 'Las siete últimas palabras' que Barbieri escribió a partir de la partitura de Haydn

Foto: Patrimonio Nacional saca los Stradivarius palatinos de sus vitrinas. (EFE/Emilio Naranjo)
Patrimonio Nacional saca los Stradivarius palatinos de sus vitrinas. (EFE/Emilio Naranjo)
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Los maestros luthiers de Cremona fabricaban pequeños milagros mientras el frío angustiaba el norte de Italia. No era un problema local, ni la coyuntura de unos inviernos adversos. Occidente padecía una severísima etapa glacial. Las aguas del Ebro, como las del Támesis, se helaban y hasta podían atravesarse a pie, aunque las nieves que colapsaron Europa y estuvieron a punto de devastarla prodigaron al mismo tiempo el nacimiento de la Ilustración.

El stradivarius es un ejemplo elocuente porque no ha habido manera de construir instrumentos de cuerda parecidos a aquéllos. El misterio podría consistir en la alquimia los barnices, pero también en el impacto del frío en los bosques y en las maderas. La humanidad reaccionó al hielo horadando del vientre de los árboles el prodigio de un violín, de una viola o de un violonchelo.

Foto: Un Stradivarius. expuesto en el Palacio Real de Madrid. (EFE/Emilio Naranjo)

Es el caso de la colección palatina, los instrumentos que custodia Patrimonio Nacional y que acostumbran a 'liberarse' de las vitrinas para hacerlos respirar. Necesitan tocarse y sonar los stradivarius. Son piezas de museo, pero su verdadera naturaleza la adquieren cuando los conservadores se los entregan delicadamente a los músicos. La operación del traspaso ha sucedido estos días entre las paredes del Palacio Real. Allí se han personado los profesores de La Spagna. Y allí han interpretado una rareza musical de Haydn. No ya porque el maestro austriaco escribió 'Las últimas siete palabras de Cristo en la Cruz' por un insólito encargo del Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz (1787), sino porque los espectadores reunidos en el Salón de Columnas asistimos a la versión concebida por Francisco Barbieri.

Tenía 17 años el compositor madrileño cuando escribió la adaptación para cuarteto de cuerda y flauta, aunque la verdadera razón de exhumar su partitura no es tanto la huella académica y romántica que incorporó a 'Las últimas siete palabras' como el bicentenario de su nacimiento.

Es el caso de la colección palatina, los instrumentos de Patrimonio y que acostumbran a “liberarse” de las vitrinas para respirar

Tiene muchas razones la capital del reino para vanagloriarse de la relevancia de Barbieri. Por eso el Teatro de la Zarzuela le ha dedicado las funciones de 'Pan y toros' —dramaturgia de Juan Echanove— y por idénticos motivos Patrimonio Nacional ha puesto los stradivarius en las manos de Irene Benito (violín), Marta Mayoral (violín), Rosa San Martín (viola) y Alejandro Marías (violonchelo). Les acompañaba el flautista Rafael Ruibérriz. Y lo hacía con una travesera de madera a la que Barbieri atribuyó la belleza de la música “cantabile” y la enjundia de los pasajes espirituales, como si el cuarteto que escribió Haydn necesitará la proyección de una voz casi humana.

Fue la de La Spagna una versión intensa y contenida. Un ejercicio de sugestión que se explica en la profundidad de la música y en los pasajes del Evangelio que leyó el actor José Luis Gómez en alusión a la agonía de Cristo.

placeholder Patrimonio Nacional saca los stradivarius palatinos de sus vitrinas. (EFE/Emilio Naranjo)
Patrimonio Nacional saca los stradivarius palatinos de sus vitrinas. (EFE/Emilio Naranjo)

Transcurría el ceremonial en la Salón de Columnas del Palacio Real. Y se amontonaban las contradicciones iconográficas del propio espacio palatino. La alegoría pagana de los frescos cenitales —'El nacimiento del sol'— cohabita con los tapices verticales en que se retratan las escenas de las vidas de los apóstoles, aunque la obra más inquietante es la escultura de Carlos V que preside en posición heróica la tarima donde actúan los músicos.

La original está en el Prado con la firma de Leon Leoni. Y tanto vale la réplica del Palacio de Oriente para reparar en el trance escénico en que el emperador domeña “el furor turco”. Está a sus pies el infiel. Y se expone encadenado bajo la gloria de Carlos V.

El problema del Salón de Columnas no radica en la heterogeneidad estética, sino en la problemática de la acústica

No es cuestión de retirar la estatua, quede claro, sobre todo porque el problema del Salón de Columnas no radica en la heterogeneidad estética, sino en la problemática de la acústica. Conspiran contra ella el cristal y las lámparas. Lo hacen las alfombras y los tapices. Y no ayudan a mejorarla todas las regularidades con que Sabatini concibió la sala palaciega. Se explica así la frialdad ambiental y hasta la indecorosa opulencia de las toses, pero también adquiere vigor y resonancia el calor de las viejas maderas, crujiendo como lo hizo la cruz de Cristo en el trance de las últimas palabras. Y gimiendo como si los violines fueran el testimonio del réquiem.

Los maestros luthiers de Cremona fabricaban pequeños milagros mientras el frío angustiaba el norte de Italia. No era un problema local, ni la coyuntura de unos inviernos adversos. Occidente padecía una severísima etapa glacial. Las aguas del Ebro, como las del Támesis, se helaban y hasta podían atravesarse a pie, aunque las nieves que colapsaron Europa y estuvieron a punto de devastarla prodigaron al mismo tiempo el nacimiento de la Ilustración.

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