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Polvo o granito: ¿Qué hacemos con nuestros muertos?
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Rubén Amón

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Polvo o granito: ¿Qué hacemos con nuestros muertos?

La fiesta de Todos los Santos reanima el culto a los difuntos, ya se encuentren en un modesto nicho, en un ampuloso mausoleo o en las urnas de cenizas que no gustan al papa

Foto: Tumbas en el cementerio de la Almudena. (EFE/Luis Millán)
Tumbas en el cementerio de la Almudena. (EFE/Luis Millán)
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Tenía razón Javier Krahe cuando reclamaba criterio y opinión sobre la pena de muerte. “Es un asunto muy delicado”, decía. Y defendía la opción de la hoguera sobre cualquier otro procedimiento punitivo. La silla eléctrica, “americana y funcional”, por ejemplo. O el castizo garrote vil, la crucifixión o el matiz chic de la guillotina francesa.

La canción de Krahe sirve de pretexto en estas fechas tan señaladas —el día de los difuntos bajo la tiranía de Halloween en los camposantos de Madrid— para preguntarnos no tanto sobre la pena de muerte ideal como para interrogarnos sobre el destino de nuestros allegados una vez fallecidos. ¿Qué hacemos entonces con ellos? ¿Sepultarlos? ¿Incinerarlos? ¿Un nicho modesto? ¿Un ampuloso mausoleo? ¿Esparcir los restos en el éter? ¿Alojarlos en una urna? ¿Repartirlos como si fuera crack?

Foto: Día de todos los Santos: qué se celebra el 1 de noviembre y por qué se llama así la festividad (EFE/Lizón)

La normativa vaticana que ha fijado Francisco prohíbe esparcir las cenizas del difunto o guardarlas en casa. Y menos mal que no se trata de una medida retroactiva. Habría que organizar redadas de la guardia suiza en los domicilios que las custodian, o hallarlas entre el plancton y la atmósfera siguiendo el rumbo arbitrario de los vientos y de las corrientes.

No digamos en el caso de Maria Callas, cuyas cenizas se esparcieron en la inmensidad del Egeo. O las de Orson Wells, diseminadas en el pozo de la antigua finca de Ordóñez y transformadas quién sabe si en alimento de unos peces o en sustento de unos roedores. Pues materia somos.

Foto: Un niño disfrazado por Halloween. (EFE/Cabalar)

Recela el papa Francisco de que espolvoreemos la posteridad de nuestros seres allegados. Y ha decidido involucrarse en los rituales domésticos de culto a los difuntos, no tanto por razones de higiene como porque sospecha su santidad que la urna donde hemos hecho polvo al abuelo —polvo somos y en polvo nos convertiremos— se ha convertido en una reliquia idólatra.

La injerencia de cuestionar nuestros hábitos funerarios se antoja una represalia a la tentación panteísta que implica esparcir las cenizas en la noche de los tiempos. Cuando lo hacemos, en efecto, esperamos que el polvo de nuestros muertos se confunda con el polvo de las estrellas y con la espuma de los mares, incurriendo de nuevo en el materialismo. Y no hablamos aquí de consumismo, sino de la concepción matérica, material, del Universo, en su propensión circular a morir y regenerarse como la noche y el día. Esta dimensión presocrática —y orientalista— nada tiene que ver con el itinerario lineal hacia el Juicio Final que predica la Iglesia católica y que nos proporciona la resurrección del alma y de la carne, así es que la idea pagana de velar al muerto con una urna sobre el televisor representa un hábito precristiano al que Francisco opone represalia.

Represalia quiere decir que la disposición pontificia amenaza con negar el funeral a la familia que tuviese la tentación de esparcir las cenizas o de repartirlas como si fuera un alijo de farlopa entre los seres queridos.

Foto: Rituales para la noche de Halloween. (Pexels/Nida)

El lugar de los muertos es el cementerio, como el de la Almudena, como el de San Isidro. Y mejor entre las convenciones de un entierro. Que la tierra nos arrope en el sueño eterno. Que los gusanos resuciten en nuestras entrañas. Y que la lápida nos prevenga de cualquier exhumación unilateral, cuando no de las situaciones pintorescas que suele comportar el ajetreo de las cenizas. Porque se nos caen al suelo. Porque orina sobre ellas el gato. O porque puede suceder lo que le ocurrió a Jane Birkin cuando explicó a su nieto que su abuelo yacía en un bote de mermelada sellado al vacío.

— ¿Y por qué lo habéis metido ahí?

— Es que lo quemamos.

¿Habéis quemado al abuelo?

Ya aclaró Birkin —así me lo contó en su residencia parisina— que se trataba de una incineración. Y que era más sencillo trasladar al abuelo de Londres a París en un bote de mermelada que exponerse a los trámites burocráticos de la expatriación de un familiar fallecido.

Tenía razón Javier Krahe cuando reclamaba criterio y opinión sobre la pena de muerte. “Es un asunto muy delicado”, decía. Y defendía la opción de la hoguera sobre cualquier otro procedimiento punitivo. La silla eléctrica, “americana y funcional”, por ejemplo. O el castizo garrote vil, la crucifixión o el matiz chic de la guillotina francesa.

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