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Un trepidante Calderón asombra en el Teatro de la Comedia
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Rubén Amón

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Un trepidante Calderón asombra en el Teatro de la Comedia

El fabuloso montaje de Declan Donnellan convierte la reaparición de 'La vida es sueño' en un acontecimiento gracias al imponente Segismundo de Alfredo Noval

Foto: La fachada del Teatro de la Comedia en una imagen de archivo. (EFE/Juan Martínez Espinosa)
La fachada del Teatro de la Comedia en una imagen de archivo. (EFE/Juan Martínez Espinosa)
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Acaban de cumplirse veinte años de la clausura del Teatro de la Comedia. Las autoridades convinieron que la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico necesitaba una reforma polifacética, pero las buenas intenciones se resintieron de los retrasos y la pasividad, hasta el extremo de que las obras tardaron siete años en emprenderse y casi otros seis en terminarse.

Se exponía el Teatro de la Comedia (1878) a la maldición de los espacios —madrileños o no— que se cierran pero no siempre se abren, más todavía cuando su pasado aloja antecedentes siniestros. La Comedia ardió en 1914, por ejemplo. Y lo hizo en sentido figurado cuando José Antonio Primo de Rivera ofició el discurso fundacional de la Falange Española en 1933.

Noventa años después, las razones de hablar del Teatro de La Comedia las proporciona La vida es sueño de Calderón de la Barca desde la perspectiva trepidante del maestro británico Declan Donnellan, cuya atención a la hondura filosófica de la partitura no contradice el énfasis con que estimula la comedia de equívocos y atraviesa todos los estados de ánimo.

Foto: Karl Foster, en 'Tosca'. (Liceu)

Se explica así mejor la eficacia dramatúrgica de los vaivenes. Y la tensión con que se contrae y dilata el ritmo de la escena a semejanza de una montaña rusa. Donnellan expone un trabajo de actores portentoso. Les exige una versatilidad y una intensidad que oscila de la dimensión física a la introspección, de la carcajada a la congoja, de la liviandad al peso de las cadenas. Transcurre la obra sin apenas recursos escénicos, pero semejante economía de medios predispone al mismo tiempo la atención a la palabra —en su proyección sonora y en su resonancia existencial— y la conquista integral del teatro. Los personajes rompen una y otra vez la cuarta pared. Convierten sus vicisitudes en las vicisitudes de los espectadores, como si Calderón nos hubiera secuestrado entre las paredes del teatro.

Lo explica muy bien Donnellan en las notas del programa de mano: “Hacer o ser. Calderón sugiere que nuestro principal terror no es a la muerte, sino la no existencia, que es algo completamente diferente. También nos pregunta si quizás la única razón por la que hacemos las cosas, no es tanto porque queramos hacerlas, sino para demostrar que estamos aquí”.

Un dominio del verso cuya principal virtud consiste precisamente en la proeza de recitar sin que nunca lo parezca

Morir, dormir, tal vez soñar. El pasaje de Hamlet repercute en la obra de Calderón y delimita el papel de Segismundo, cuya experiencia de una aventura fuera de la prisión que lo confina tanto aloja el candor de una ceremonia iniciática como los rasgos más abyectos de la ferocidad.

De hecho, la bestia encadenada y el hombre a quien sorprende el libre albedrío proporcionan a Alfredo Noval las oportunidades de una interpretación fabulosa. Una actuación más física que intelectual. Y un dominio del verso cuya principal virtud consiste precisamente en la proeza de recitar sin que nunca lo parezca. Noval naturaliza el papel. Lo convierte en una prolongación del cuerpo y del alma. Y no es que sus compañeros de reparto —Ernesto Arias (Basilio), Rebeca Matellán (Rosaura), David Luque (Clotaldo), Manuel Moya (Astolfo), Irene Serrano (Estrella), Goizalde Núñez (Clarín)— desfallezcan en sus estupendas prestaciones, pero Noval reacciona al desafío de Segismundo desde una credibilidad apabullante, no digamos cuando el monólogo más célebre del barroco español le obliga a sorprender al público como si nunca lo hubiera escuchado antes.

Foto: Librería La Central, en Madrid. Opinión

Recalaba el montaje de Donnellan en Madrid después de haber recorrido varias ciudades españolas. Puede entenderse así mejor la precisión del montaje en la complejidad de la dramaturgia interior, la sincronización de la coreografía y la capacidad con que los artífices reclutados tanto se convierten en actores de una sit-com como en instrumentos del destino cuyas angustias alcanzan la conciencia de los espectadores.

Es más fácil conseguirlo cuando el texto resulta tan universal y atemporal como La vida es sueño de Calderón. Y cuando Donnellan extrapola la trama a las referencias espacio-temporales de una monarquía más cercana de nuestro tiempo —años cincuenta, sesenta— que del estreno en… 1635.

Acaban de cumplirse veinte años de la clausura del Teatro de la Comedia. Las autoridades convinieron que la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico necesitaba una reforma polifacética, pero las buenas intenciones se resintieron de los retrasos y la pasividad, hasta el extremo de que las obras tardaron siete años en emprenderse y casi otros seis en terminarse.

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