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Taichí y toreo de salón en La Quinta de los Molinos
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Rubén Amón

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Taichí y toreo de salón en La Quinta de los Molinos

El vergel madrileño de San Blas-Canillejas sigue siendo un lugar secreto que 'estalla' con los almendros en flor y que expone modélicamente la relación del campo con la ciudad (y viceversa)

Foto: Tres personas pasean bajo los almendros en flor en el Parque de la Quinta de los Molinos. (EFE/Fernando Villar)
Tres personas pasean bajo los almendros en flor en el Parque de la Quinta de los Molinos. (EFE/Fernando Villar)
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Los molinos de viento que podríamos reconocer en una vieja carretera americana identifican una quinta madrileña cuya fertilidad explica la cohabitación de los runners, los paseantes, los perros sin correa, los lectores solitarios, los alumnos de taichí y los toreros de salón.

Se ocupa de “amaestrar” a estos últimos un antiguo novillero de la sierra de Albarracín. Enrique Martí se llama. Ha cumplido 72 años. Y reúne a sus pupilos los sábados a las 11 de la mañana con su capote y su muleta. Lleva haciéndolo desde 2009. Y aprovecha el espacio despejado de una pradera en La Quinta de los Molinos, al noreste de Madrid (Canillejas-San Blas).

Así se identifica y se conoce a uno de los parques madrileños de mayor originalidad. Una vergel mediterráneo que expone toda su exuberancia con los almendros en flor. Y cuyas albercas, fuentes y edificios singulares forman parte de un secreto que lo preservan de la masificación y del turismo.

Foto: La fachada del Teatro de la Comedia en una imagen de archivo. (EFE/Juan Martínez Espinosa) Opinión

No está en las guías convencionales La Quinta. Ni sus molinos americanos. Torres de acero rojo y de rueda plateada. Se instalaron en 1928 a iniciativa del arquitecto levantino César Cort Botí. Por su pintoresquismo estético. Y por su funcionalidad. Se trataba de aprovechar el viento para mover el agua y garantizar el riego de las 27 hectáreas que antaño delimitaban el parque.

Fue el “laboratorio” de la nucleología. O sea, la disciplina que estudia la relación conceptual y dialéctica del campo y la ciudad. Y el terreno híbrido que define el área de enseñanza de Enrique Martí: torear en la naturaleza, pero de salón. Y hacerlo rodeado de pinos, olivos, encinas y almendros, como si La Quinta fuera la dehesa clandestina de la gran metrópoli.

Estaría satisfecho César Cort del entusiasmo vecinal con que pervive la utopía del “bosque mediterráneo” en la capital española. La concibió para sí mismo en la finca que le había regalado el conde de Torres Arias en 1920.

Foto: Librería La Central, en Madrid. Opinión

Era la manera de agradecerle el diseño y la construcción de un palacete cuya arquitectura emulaba con gusto y armonía el estilo Secesión vienés. Emulaba y emula, pues ocurre que el distinguido inmueble de entreguerras se ubica en uno de los accesos principales de La Quinta. Dentro se aloja el llamado Espacio abierto. Un taller lúdico y un espacio gastronómico entre cuyas paredes aprenden un oficio los jóvenes inmigrantes desamparados, menas, chavales con muchas expectativas de integración. Unos son cocineros. Otros, camareros, pero también hay estudiantes de botánica que custodian las plantas y cuidan la huerta del vergel municipal.

Municipal no lo fue hasta 1982, cuando los herederos de Cort y el Ayuntamiento acordaron el “traspaso” y se iniciaron las tareas de rehabilitación y restauración entre la maleza y el abandono. Cuarenta años después, La Quinta de los Molinos preserva sus secretos entre al campo y la ciudad, entre los barrios humildes y los pudientes, y entre los reflejos de las cuatros estaciones, no digamos cuando los 6.000 almendros se descaran al final del invierno con un manto de flores blancas y proporcionan la sombra y el aroma a los místicos urbanitas que ejercen el taichí.

Los molinos de viento que podríamos reconocer en una vieja carretera americana identifican una quinta madrileña cuya fertilidad explica la cohabitación de los runners, los paseantes, los perros sin correa, los lectores solitarios, los alumnos de taichí y los toreros de salón.

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