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El triángulo comunero de Madrid
La ciudad honra a Padilla, Bravo y Maldonado en tres calles paralelas del barrio de Salamanca, aunque el mejor retrato de la terna se encuentra en las paredes del Prado
El movimiento comunero, de la ficción a la realidad, es objeto de toda clase de lecturas presentistas y oportunistas. Se le atribuyen intenciones republicanas, pulsiones guillotinescas. Se le connota con rasgos revolucionarios.
Y no solo ahora, cuando la fragilidad de la monarquía enfatiza la pasión hacia las rebeliones populares, sino en el romanticismo, cuando adquirió cuerpo el mito literario y se acudió a los comuneros como el antecedente necesario del liberalismo.
Padilla, Bravo y Maldonado. La colección del Museo del Prado identifica a los mártires en la teatralidad y el sensacionalismo de La ejecución que pintó Antonio Gisbert y que hizo de ellos una leyenda iconográfica.
Padilla, Bravo y Maldonado. Nos hemos acostumbrado a citar los nombres como si fueran la delantera del Valladolid. Y representan una trinidad que Madrid reconoce en tres calles paralelas del barrio de Salamanca, como si fueran indisociables: Padilla, Bravo y Maldonado.
Es difícil disociar la terna de la mitificación. Y de los méritos que le atribuyen la historia y la leyenda, confundidas entre sí en un relato ambiguo que presenta suficientes argumentos de consenso y abundantes motivos instrumentales de los que urge recelar.
Destaca entre estos últimos la adopción que hizo la II República. La invocación de la épica comunera no solo enfatizaba el destronamiento de los Borbones, también introducía el color morado en la bandera nacional y reivindicaba el pendón de los insurrectos.
La invocación de la épica comunera no solo enfatizaba el destronamiento de los Borbones, también introducía el morado en la bandera
Los comuneros se levantaron contra Carlos V porque se negaban a sufragar con impuestos sus cuitas imperialistas e imperiales; porque el titular de la casa de Habsburgo favoreció a los gremios textiles de Flandes en detrimento de los castellanos; y porque el monarca se trajo una corte extranjera y un aparato burocrático que resultó desesperante en sus poderes discriminatorios.
Se alzaron las comunidades bajo el liderazgo de Padilla, Bravo y Maldonado, cuyo pendón militar forma parte de las reliquias y documentos que abastecieron la campaña contra el César. Lo mismo puede decirse del corolario expiatorio de la Ley Perpetua de Ávila, redactada en 1520 con las pretensiones de convertirse en un corpus normativo destinado a oponer y objetar al rey el contrapeso de una asamblea representativa de estamentos y de ciudades.
Es una manera de considerarla la primera Constitución de España y de Europa. Y de significar las pulsiones de una sociedad más compleja que aspiraba a desquitarse del yugo aristocrático y de la sumisión de la nobleza más rancia. Por eso reviste interés asomarse a las grandes referencias culturales de la época. Y a la insólita vitalidad anacrónica del gótico en el siglo XVI.
El Renacimiento bullía en Italia y proliferaba en Europa la nueva doctrina del humanismo, pero el arte y la arquitectura españolas parecían ensimismarse en las referencias del antiguo régimen. Un gótico manierista, flamígero, que abjuraba del nuevo canon continental. Y que agotaba la salida del medievo. La providencia de los reyes. Las dos espadas. El miedo a Dios. Y el fanatismo que luego exageró Felipe II, no ya con la fallida pretensión de reunificar el cristianismo fracturado por Lutero, sino con la misión de contener la expansión del Turco en el Mediterráneo.
Hubo aliados eclesiásticos entre los insurrectos, particularmente los sacerdotes diocesanos, los clérigos regulares franciscanos y dominicos, incluso algunos profesores universitarios. Conformaban la argamasa conceptual, la materia gris de un movimiento que, en realidad, no aspiraba a destronar la monarquía, sino a contener los excesos del absolutismo. Y el absolutismo resultó incontenible, tanto en la ejecución de los cabecillas en Villalar como en los tres años en que se prolongó la guerra, aunque la fallida revuelta sirvió para corregir las tentaciones de una monarquía medieval. El propio Carlos V predispuso medidas de gracia y de perdón. Extendió la clemencia y promulgó el perdón general en Vitoria en octubre de 1522.
Un movimiento que no aspiraba a destronar la monarquía, sino a contener los excesos del absolutismo, y este resultó incontenible
El movimiento comunero ha engendrado una dimensión que trasciende los propios hechos históricos y que los grandes historiadores españoles acostumbraron a etiquetar con magnificencia. Pemán, Maravall, Marañón, Menéndez Pidal observaron en las 'comunidades' un sesgo de modernidad, una expectativa europeísta, un hálito humanista. Y hasta la primera revolución de los tiempos modernos, precisamente por la pretensión de formar un Estado constitucional antes de que la idea surgiera o cuajara en Francia o en Inglaterra.
Fue Carlos V el gran antagonista al idealismo de los comuneros, henchido de providencialismo en su imagen ecuestre más arrogante. Así lo pintó Tiziano, enfatizando una mandíbula de depredador que llamó la atención a un vecino de Calatayud incapaz de contenerse cuando el emperador atravesó la localidad aragonesa. “Mi señor, cerrad la boca que las moscas de este reino son traviesas”.
El cuadro mayúsculo idealiza al campeón de la batalla de Mühlberg. Es el principio del fin del César, el antecedente de su camino hacia la retirada en Yuste, aunque es interesante “visitar” el cuadro de Tiziano. Y de hacerlo antes o después de presentar los respetos a Padilla, Bravo y Maldonado. Que no son tres calles, sino los artífices de un itinerario que cambió el recorrido de España.
El movimiento comunero, de la ficción a la realidad, es objeto de toda clase de lecturas presentistas y oportunistas. Se le atribuyen intenciones republicanas, pulsiones guillotinescas. Se le connota con rasgos revolucionarios.
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