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Borbones y (malditos) bastardos
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Rubén Amón

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Borbones y (malditos) bastardos

La vieja tradición de amores adúlteros e hijos secretos identifica la huella de Alfonso XII (y de Alfonso XIII) entre las paredes del Teatro Real de Madrid

Foto: Alfonso XII.
Alfonso XII.
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El Teatro Real de Madrid de finales de siglo XIX era un magnífico espacio para los adulterios. La oscuridad beneficiaba los encuentros. Y el sistema de palcos, antepalcos y recovecos de esparcimiento contribuían al desahogo de otras pasiones no necesariamente operísticas. A la ópera se venía a desinhibirse, más todavía cuando el patrocinio de los borbones establecía un criterio de moral laxa que fomentaron los propios monarcas y que ahora ha puesto de actualidad la presunta hija bastarda de JCI.

El caso más llamativo y elocuente de todos tiene como protagonista a Alfonso XII, en la dicha y en el dolor, toda vez que sus amoríos con la cantante Elena Sanz amanecieron cuando él solo tenía 15 años y se concretaron extraoficialmente cuando el rey ya había enviudado de María de las Mercedes.

El luto no impidió que volviera a contraer matrimonio —desposó a la reina Maria Cristina— ni que consolidara sus amores adúlteros con Elena Sanz, cuya personalísima voz de contralto —grave, aterciopelada— predispuso una apabullante carrera internacional e hizo de ella un argumento morboso en los mentideros del Teatro Real. No digamos cuando se avino a interpretar La favorita en la temporada de 1878 a la vera de Julián Gayarre.

Foto: Alfonso XII visitando el hospital de coléricos de Aranjuez (1885)
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Parecía una parodia de su propia situación sentimental, pues era ella “la favorita del re” —así dice, “favorita del rey”, el aria de Fernando en la ópera de Donizetti— y la razón por la que Alfonso XII la frecuentaba dentro y fuera del Teatro Real, hasta el extremo de engendrar dos hijos bastardos que fueron mantenidos en París a cambio del voto de silencio.

No veía mal Isabel II que su hijo tuviera una amante tan cualificada. Y hasta la consideraba a sus propios efectos la “nuera ante Dios”, aunque el vínculo clandestino precipitó que Elena Sanz decidiera retirarse de los escenarios, incluso exilarse en París cuando falleció su regio amante.

Había seducido la cantante valenciana a los espectadores de Madrid. Los había conmovido interpretando la Azucena de El trovador y la Magdalena de Rigoletto, pero el sector más beligerante del gallinero prorrumpía en protestas y abucheos, no tanto por aversión a la cantante como porque se pretendía zaherir al monarca. Y el monarca asistía a todas las funciones de su amante, de tal manera que el empresario de entonces, señor Robles, intentó disolver la claque y reducir a los espectadores beligerantes, más que nada para que Alfonso XII pudiera asistir al teatro sin sonrojarse.

Foto: Ensayo de "Nabucco" en el Teatro Real. (EFE/ Teatro Real/ Monika Rittershaus) Opinión

Podría pensarse que la protegía y que la imponía, pero semejante conclusión tendría acaso más sentido si no fuera porque Elena Sanz respondía de una carrera propia e internacional antes de afincarse en la intersección del Teatro Real y el Palacio Real, ubicados el uno al frente del otro. Era “favorita” de los públicos parisinos e italianos. La reclamó Alejandro II en San Petersburgo. Y capituló delante de la belleza de la diva.

“Quien haya visto a Elena Sanz no podrá olvidarla nunca”, escribía sin remilgos Emilio Castelar. “La color morena, la cabellera intensamente negra y reluciente como el azabache, el cuello carnoso y torneado maravillosamente, la frente amplia, como una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables”, añadía el brillante político republicano.

Unos y otros atributos —era una contralto de gran impacto dramático, con algunas deficiencias en el registro agudo— no garantizaron la fidelidad de Alfonso XII en sus pasiones operísticas. De la morenísima Elena Sanz pasó a la rubísima Adelina Borghi. Tan rubísima que se la conoció en Madrid con el sobrenombre de La Biondina (la rubita).

Volverían a reencontrarse en Madrid, aunque en la clandestinidad y aportando más razones a la promiscuidad que cultivaron los borbones

Había sido contratada para la temporada 1882-1883, pero el aspecto más pintoresco de su debut en el Real consistió en la operación de evacuación. La exigió la reina Maria Cristina, so pena de marcharse de España, cuando tuvo noticia de los amoríos. Y se adoptó la decisión de mandarla a Irún en el Consejo de Ministros a iniciativa personal de Cánovas del Castillo. Ya se ocuparía el gobernador de Madrid, José Elduayen, de cerciorarse de que Borghi subiera al ferrocarril camino de Francia, pues fue él mismo quien escoltó a la cantante hasta el vagón en una misión de Estado.

Tiene el episodio más relevancia de la que parece por cuanto enrareció las relaciones entre Cánovas y el Rey. Y por cuanto éste presionó hasta dónde pudo para evacuarlo del Gobierno. De acuerdo con Gaspar Gómez de la Serna, Adela o Adelina Borghi volvería a reencontrarse con Alfonso XII en Madrid, aunque sucedió en la clandestinidad y aportando más razones a la promiscuidad que cultivaron los borbones.

La debilidad de Alfonso XIII no fueron las contraltos, sino las bailarinas eslavas. Se extralimitó hasta donde pudo, de tal forma que el Teatro Real fue un espacio de desahogo o de injerencia para las instituciones y un caladero del hedonismo borbónico, no digamos cuando acudieron a Madrid las exuberantes étoiles de lo Ballets Rusos.

El Teatro Real de Madrid de finales de siglo XIX era un magnífico espacio para los adulterios. La oscuridad beneficiaba los encuentros. Y el sistema de palcos, antepalcos y recovecos de esparcimiento contribuían al desahogo de otras pasiones no necesariamente operísticas. A la ópera se venía a desinhibirse, más todavía cuando el patrocinio de los borbones establecía un criterio de moral laxa que fomentaron los propios monarcas y que ahora ha puesto de actualidad la presunta hija bastarda de JCI.

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