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Caos y hostilidad: Chamartín parece Beirut
Las obras de remodelación de la estación norte precipitan una atmósfera irrespirable en un contexto urbanístico catastrófico y catastrofista
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No he estado en la estación ferroviaria de Beirut -y sí en la de Nueva Delhi y de Cochabamba-, pero me la imagino parecida a la de Chamartín. Especialmente ahora que las obras de remodelación la han desfigurado hasta convertirla en un escenario caótico e impresentable.
Se pide paciencia a los transeúntes y a los pasajeros. Se les promete que la estación va a convertirse en un vergel de arboledas y bóvedas, pero el ejercicio de imaginación y de credulidad se resienten de las incomodidades y el desorden. Llegar cuesta tanto trabajo como salir. No está claro donde subirse a un taxi. Ni hay zonas de esparcimiento. El olor a fritanga de las cafeterías se mistifica con la sudoración de la marabunta.
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Comprensión se le pide a los madrileños, heroísmo se le reclama a los turistas. Chamartín no va a conocerla ni la madre que la parió, como diría Alfonso Guerra, pero el proceso de transición hacia el futurismo implica un ejercicio de maltrato. La estación es hostil a los pasajeros y a los familiares de los pasajeros y a los empleados y a los familiares de los empleados. No hay suficientes lugares para sentarse a esperar. La gente se amontona en el suelo. Nunca fueron atractivas las azoteas. Y sobreviene una atmósfera claustrofóbica que traslada la psicosis al refugio de las escaleras.
Fue un espacio de vanguardia Chamartín, sobre todo cuando los arquitectos Corrales y Molezún introdujeron el lenguaje de vanguardia en los estertores del franquismo. Se les permitió fantasear con los materiales y con las formas. Incluidas las bóvedas recubiertas de color rojo que dieron personalidad a la salida norte de Madrid. Y que acaso han envejecido peor de lo esperado.
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Los planes en marcha suponen una transformación radical del eje urbanístico. Un impacto estético y logístico cuyas virtudes y cualidades cuestan trabajo identificar en este verano calurosísimo de 2023.
Y no puede decirse que colabore el contexto de la zona. El complejo fálico de Madrid se caricaturiza en la desmesura de las cuatro torres, mientras que la cercana Plaza de Castilla delimita un escenario atroz. Me refiero a la amalgama de las torres Kio con el obelisco grotesco que erigió Santiago Calatrava. Y al horrendo altar en que se fractura la Castellana.
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Hizo bien Álex de la Iglesia en concebir la llegada del Maligno en la Plaza de Castilla. Sucede en el desenlace de El día de la bestia (1995), precisamente cuando estaba adquiriendo forma la aberración arquitectónica de la rotonda madrileña. Un lugar siniestro cuya pésima reputación estética ha logrado corromper el sindiós de la estación de Chamartín.
Y no digo que Madrid tenga que parecerse a Venecia en su estación de llegada. O a Nueva York. Pocas experiencias stendhelianas pueden compararse al hallazgo del Gran Canal y al descubrimiento estupefaciente de Manhattan, pero Chamartín-Beirut explora y expone las peores condiciones de bienvenida a un visitante. Y las peores condiciones de despedida también, como si le pretendiera expulsar sin billete de vuelta.
No he estado en la estación ferroviaria de Beirut -y sí en la de Nueva Delhi y de Cochabamba-, pero me la imagino parecida a la de Chamartín. Especialmente ahora que las obras de remodelación la han desfigurado hasta convertirla en un escenario caótico e impresentable.