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Ni olvido, ni perdono ni me quiero reconciliar
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Rubén Amón

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Ni olvido, ni perdono ni me quiero reconciliar

La aberración de la amnistía tergiversa la memoria, convierte al Estado en delincuente y se resiente de una bochornosa paradoja: los españoles no se quieren reconciliar con los artífices del procés y estos siguen adelante con el plan de ruptura

Foto: Sánchez asiste a un homenaje a Zapatero en Bilbao. (Europa Press)
Sánchez asiste a un homenaje a Zapatero en Bilbao. (Europa Press)
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La piedad y devoción religiosa de Andreotti no contradecían el cinismo con que interpretaba la doctrina: "Cuando Cristo nos invitaba a poner la mejilla, sabía que solo teníamos otra". Era su manera de limitar el grado de tolerancia y de acotar la transigencia hacia las agresiones ajenas. La aberración de la amnistía no puede olvidarse como no debe perdonarse. Ni me quiero reconciliar con Puigdemont ni Puigdemont quiere reconciliarse con nadie, menos aún con los rehenes a los que extorsiona rutinariamente.

Su primera reacción a la amnistía a medida ha consistido en reclamar la autodeterminación. Bolaños nos habla de concordia, de amor y de puentes. Carles Puigdemont los dinamita, jactándose de haber humillado al Estado opresor y de haberse puesto a sí mismo los grilletes de un preso político. Ecce homo. Se desmorona así el patético relato filantrópico de Bolaños. Y se perciben el hedor y la tramoya de un plan abyecto cuyas entrañas no obedecen a la generosidad ni a la paz de los pueblos, sino a las emergencias aritméticas de Pedro Sánchez y al propósito derivado de corromper la democracia.

Difícilmente se la puede proteger el bien común apelando al incienso institucional del Parlamento. Es verdad que la Cámara Baja representa a los ciudadanos. Y que las mayorías amparan la legitimidad de las leyes, pero sucede que el Senado —mayoría absoluta del PP- también forma parte nuclear del sistema parlamentario y resulta que esta amnistía prêt-à-porter se ha concebido de espaldas a la voluntad y a la sensibilidad de los españoles. Sánchez mismo había renegado de ella hace cinco minutos. La consideraba inconstitucional, exactamente como sostenía Carmen Calvo antes de caerse del caballo.

La amnistía es un proyecto capital que no puede esconderse en un programa electoral ni luego aflorarse convocando el espesor de la democracia representativa. Sánchez se ha puesto de acuerdo con sus acreedores a expensas de la voluntad mayoritaria de los españoles. Tezanos nunca osaría a preguntar qué piensan al respecto. Ni el presidente se atrevería a proponer un referéndum consultivo o vinculante. El desenlace demostraría el rechazo explícito que ya arrojan las encuestas. De acuerdo con la última de El Español —el viernes—, un 71% de los ciudadanos rechaza la amnistía, igual que sucede con el 40% de los votantes del Partido Socialista.

Foto: El expresident de la Generalitat Carles Puigdemont, durante un acto del Consejo por la República, este sábado en Francia. (EFE/David Borrat)

Habla el Gobierno de convivencia y de reconciliación, pero la retórica de la generosidad y el incienso del populismo no alcanzan a esconder la gran paradoja del amnistiazo: los españoles no se quieren reconciliar con los artífices del procés y los artífices del procés perseveran en su plan de ruptura. Ni una orilla ni la otra se reconocen en el puente oportunista que ha levantado Pedro Sánchez para asegurarse la legislatura, aunque Puigdemont vaya a utilizarlo como la pasarela electoral y política más atractiva para humillar el "estado español". Se ha puesto a preparar el equipaje el proscrito. Y ha decidido personarse en julio, como un héroe libertario. Se marchó como una rata. Regresa como un halcón.

Tiene sentido mencionar el tuit que Sánchez publicó desde el despacho de la Moncloa: "Nadie está por encima de la ley. Puigdemont es un prófugo de la Justicia. Trabajaremos para que el sistema judicial español, con todas sus garantías, pueda juzgarlo con imparcialidad. La Fiscalía cuenta con el respaldo del Gobierno en la defensa de la Ley y del interés general".

El interés general ha mutado en la estricta conveniencia particular. No ya al precio de manipular las atrocidades políticas y los delitos gravísimos que se cometieron durante el procés —un atentado a la memoria—, sino incurriendo en la degradación del Estado de derecho hasta el extremo de desfigurarlo y de asumir la propaganda soberanista: el conflicto, la opresión, los delitos políticos. La diferencia entre los indultos y la amnistía consiste en que la generosidad que identifica a los primeros nada tiene que ver con la culpa que asume el Estado transigiendo con una suerte de inviolabilidad. No es lo mismo perdonar que pedir perdón. Ni es igual mostrar generosidad hacia el reo que convertir al Estado en una suerte de delincuente.

La amnistía es una imposición a la sociedad, de desde arriba hacia abajo, como sostiene Carlos Alsina. Ni forma parte de la voluntad de los ciudadanos ni se ha concebido con otro espíritu diferente a la amnistía política del propio Sánchez, aunque el presidente y sus rapsodas mediáticos nos abruman ahora con la idea de la genialidad visionaria: los ciudadanos rechazamos masivamente la amnistía, es verdad, pero lo hacemos porque no percibimos su importancia y su eficacia conciliadora. No la entendemos, pero la terminaremos entendiendo. Cuestión de amnesia.

La piedad y devoción religiosa de Andreotti no contradecían el cinismo con que interpretaba la doctrina: "Cuando Cristo nos invitaba a poner la mejilla, sabía que solo teníamos otra". Era su manera de limitar el grado de tolerancia y de acotar la transigencia hacia las agresiones ajenas. La aberración de la amnistía no puede olvidarse como no debe perdonarse. Ni me quiero reconciliar con Puigdemont ni Puigdemont quiere reconciliarse con nadie, menos aún con los rehenes a los que extorsiona rutinariamente.

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