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Sánchez, Illa y Puigdemont ganan las elecciones catalanas
El tripartito de izquierdas se perfila como la opción más verosímil en la resaca de unos comicios que escarmientan a ERC, coronan a Puigdemont y señalan la buena noticia de la depresión del independentismo
A España le van mejor las cosas cuando los intereses de Pedro Sánchez coinciden con los de la nación. Por eso tiene sentido celebrar la victoria del PSC. Y reconocer que la hipótesis de Salvador Illa como presidente de la Generalitat resulta más atractiva y deseable de cuanto supondría una alternativa independentista. Es verdad que los socialistas catalanes han jugado con el discurso de la nación catalana y del autogobierno, pero no tanto por convicción como para atraerse el voto de la izquierda.
Lo demuestra el hundimiento de ERC, cuyo "presidente saliente", Pere Aragonès, puede considerarse el mayúsculo perdedor de los comicios. Fue suya la idea de adelantar las elecciones. Suyo es el desgobierno de este último trienio. Y es suya la responsabilidad de una campaña depresiva.
El escarmiento de Aragonès implica renunciar a la corona para decidir quién la llevará puesta. Se convierte en el king maker. De su unción, o de la unción de Junqueras, depende si Esquerra facilita el pacto tripartito con los Comunes, si otorga el cetro a Carles Puigdemont o si la falta de consenso en las negociaciones deriva el escenario a un nuevo adelanto electoral.
Pesa mucho más la primera opción que las otras. Y se confirma que Sánchez puede presumir de haber desinflamado el "conflicto catalán", entre otras razones porque el independentismo ha caído diez puntos, del 52,7% al 43%, y porque el bloque consititucionalista supera con creces en escaños las cifras de señorías que opone el bloque soberanista.
El desenlace depende de los equilibrios catalanes y de la aritmética endiablada del parlamento nacional. Sánchez juega a las cartas en dos mesas y no puede descuidar las manos ni las cartas de ninguna de las dos, aunque la victoria clara de Salvador Illa —ya veremos si gobierna— le permite recuperar energía política y perseverar en su camino de autoestima.
La felicidad de Sánchez nos conviene esta vez y hasta resulta terapéutica. Sus detractores más radicales hubieran preferido el sorpasso de Puigdemont, el hundimiento de Illa, la crisis del socialismo catalán, pero el castigo político que pueda merecerse el patrón de la Moncloa -no digamos después de la “espantá”- conviene subordinarse al beneficio general, más todavía cuando Illa responde de un perfil sensato y moderado.
La felicidad de Pedro Sánchez nos conviene esta vez y hasta resulta terapéutica
Es lo más probable, pero no está claro que el ex ministro de Sanidad acceda la sucesión de Aragonés, fundamentalmente porque "el día después" se parece bastante a un campo de minas. Cualquier movimiento en falso predispone una escena incendiaria con evidentes repercusiones en la política nacional.
ERC, por ejemplo, habría pagado en las urnas catalanas su papel de aliado pragmático del PSOE en Madrid, mientras que la resurrección indecorosa de Puigdemont estaría justificada en su papel de oposición agresiva y en el triunfo mayúsculo de la amnistía.
Se la ha concedido Sánchez para garantizarse su investidura a cambio de aceptar un régimen de chantaje. Y se lo encuentra ahora en una posición de extrema extorsión: si Puigdemont no accede a la Generalitat —como todo hace indicar—, se vengaría, acaso, rompiendo el tablero de Madrid. Incluso forzando una moción de censura que precipitaría las elecciones generales.
Es el contexto en que resulta interesante reparar en las entrañas siniestras del sanchismo. Nada —en teoría— más satisfactorio para Pedro Sánchez que ganar las elecciones catalanas y lograr el trono de la Generalitat… si no fuera porque se le puede desgraciar la estabilidad de la Moncloa.
Resulta extravagante concluir que a Sánchez le convenga el regreso triunfal de Puigdemont, pero ya sabemos que el líder socialista es un acróbata de la política. Y que su forma de entender el Gobierno no obedece a las convenciones, sino a los intereses particulares.
Semejante planteamiento supone reconocer que las concesiones al soberanismo dictadas por la necesidad han beneficiado el plebiscito de Carles Puigdemont. Puede sentirse ganador el expresidente por los 35 escaños obtenidos; por la expectativa de regresar a hombros desde el exilio; por haber camelado al electorado con su patético relato victimista; y por haber aplastado a los adversarios del ERC.
Y es una mala noticia la aparición de una fuerza xenófoba como Aliança Catalana, pero reviste mucho más interés el retroceso general del frente soberanista, fundamentalmente por el traspaso del voto de ERC al PSC, por la decadencia de las CUP y por la proliferación de clanes y castas en la endogamia del movimiento.
Tienen razones los populares para concederse una dosis moderada de felicidad. Han multiplicado por cinco su pésimo resultado de 2021; han conseguido neutralizar el adelanto de Vox; y han contribuido a la consolidación del frente constitucionalista, aunque el contrapeso al estado de ánimo y a los discursos hermosos consiste en que el PP no pinta nada en las negociaciones de las próximas semanas, a no ser que los populares y Vox hicieran presidente a Illa, ya que hablamos de surrealismo.
A España le van mejor las cosas cuando los intereses de Pedro Sánchez coinciden con los de la nación. Por eso tiene sentido celebrar la victoria del PSC. Y reconocer que la hipótesis de Salvador Illa como presidente de la Generalitat resulta más atractiva y deseable de cuanto supondría una alternativa independentista. Es verdad que los socialistas catalanes han jugado con el discurso de la nación catalana y del autogobierno, pero no tanto por convicción como para atraerse el voto de la izquierda.
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