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Larga vida a la Corona de espinas
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Rubén Amón

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Larga vida a la Corona de espinas

Felipe VI ha cauterizado la agonía del juancarlismo, ha reanimado la monarquía desde la ejemplaridad y la rectitud, se ha sobrepuesto a los rivales y ha predispuesto la sucesión

Foto: El rey Felipe VI durante un acto en Cáceres. (EFE/Ballesteros)
El rey Felipe VI durante un acto en Cáceres. (EFE/Ballesteros)
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Impresiona la velocidad a la que ha transcurrido la última década, aunque el aspecto senatorial de Felipe VI y el espesor de su reinado demuestran que el tiempo transcurrido desde la entronización ha favorecido la reanimación de la monarquía. La había dejado tiritando Juan Carlos I entre el borboneo, la impunidad de las fechorías y la distancia con la realidad. Y se había convertido él mismo en el mayor conspirador de la institución, precisamente cuando más brío adquirieron las huestes republicanas al compás de Pablo Iglesias y las guillotinas de Podemos (72 diputados en 2015).

Se ha extinguido el mesías de los morados en su propia inanidad. Y ha logrado Felipe VI reconstruir la reputación de la monarquía pese a la ferocidad del nacionalismo y la deslealtad de Pedro Sánchez, cuya tendencia a ningunear la jefatura del Estado tanto se atiene a sus convicciones republicanas como forma parte de su rechazo enfermizo a los contrapesos y los contrapoderes.

El presidente del Gobierno es el más taimado de los rivales de Felipe VI. Por esa misma razón se agradece la franca hostilidad de los enemigos convencionales -PNV, ERC, BNG, Bildu- y desconcierta el sabotaje de los cortesanos, cuya nostalgia absolutista y resabios identitarios explican que se considere a Felipe VI un monarca demasiado blando.

El fenómeno se observa en las manifestaciones justicieras de Vox, en algunos líderes patrioteros de la derechona, en la soldadesca irredenta y en los voceros más reaccionaros del hábitat mediático. Sostienen que el heredero de Juan Carlos I debería transgredir las limitaciones de la Constitución y negarse a sancionar las leyes más incendiarias del periodo sanchista. Empezando por el escándalo de la amnistía.

El presidente del Gobierno es el más taimado de los rivales de Felipe VI. Por esa razón se agradece la franca hostilidad de los enemigos

El ruido de los sables no reviste gravedad, ni parece hacerlo la tensión del frente nacionalista. A Felipe VI no se le va a perdonar nunca el discurso que sucedió a la insurrección del 1 de octubre, pero resulta que la intervención decisiva y oportunísima del rey reflejaba exactamente las obligaciones y las limitaciones de su cargo. No “podía” ausentarse su majestad de la sedición de Cataluña, como sí hizo Rajoy. Ni “debía” explorar sus facultades más allá de las fronteras constitucionales que identifican la monarquía parlamentaria.

Tiene sentido enfatizar el adjetivo del sintagma -parlamentaria- porque es más enjundioso que el propio sustantivo (monarquía) y porque expresa la naturaleza de nuestro sistema político, la democracia representativa.

Foto: La Princesa Leonor y el Rey Felipe VI. (Europa Press/A. Pérez Meca)

Semejante obviedad anula el agotador debate república/monarquía y encomienda el porvenir de la Casa Real a su propia credibilidad, reputación, oportunidad y respaldo social. Los puso en entredicho la agonía de Juan Carlos I, pero el remedio de la abdicación y la ejemplaridad que caracteriza el borbonismo felipista estimulan un periodo de regeneración que se identifica en el providencialismo del delfinato: la princesa Leonor.

El más sofisticado de los castings no hubiera reservado una solución tan propicia a la continuidad de la institución. La degradación de la Corona que había procurado la fase letal del juancarlismo han encontrado la respuesta y el antídoto en el propio linaje. Porque Felipe VI ha logrado asear la institución a expensas del destierro paterno. Y porque el porvenir de la monarquía se remite a la pulcritud de la princesa Leonor. Sobria. Carismática en su propia timidez. Y políglota. No porque hable inglés, francés o chino, sino porque también se desenvuelve con total solvencia en el catalán. Por eso deben pensar los ultras del soberanismo que Leonor es la niña del exorcista, en su don de lenguas, en la encarnación del íncubo monárquico y en las cualidades de la bilocación. Guapa y lista. Nótese en el género de los adjetivos. No hace falta decirlo. O sí hace falta, pues ocurre, que la coyuntura hipersensible del feminismo favorece la condescendencia de republicanos y de los indepes. Ya que tiene que haber un monarca… pues que sea una mujer. La primera reina española desde que Isabel II fue constreñida a abdicar, aunque es difícil explicar la candidatura de Leonor sin el ejemplo que ha sabido inculcarle la reina consorte contemporánea.

Ha logrado asear la institución a expensas del destierro paterno. Y el porvenir de la monarquía se remite a la pulcritud de la princesa

Se trataba de neutralizar los peligros del borboneo y de contener la pulsión endogámica de la estirpe. Por eso reviste tanta importancia el papel silencioso de la regente. Letizia ha aportado su genética y su perfeccionismo al porvenir de la institución. Es ella el cuerpo extraño, pero también la tutora de la futura reina y quien mejor puede protegerla de los diputados regicidas y de los cortesanos taimados en el intenso proceso sucesorio.

Hubieran sido las cosas distintas -cuando no catastróficas- de no haber mediado la anomalía de la prevalencia masculina en la sucesión del trono. La infanta Elena sería nuestra reina. Y Frolián de todos los antros, el heredero. Y no es que el lema que ha escogido Felipe VI para celebrar esta primera década -“servicio, compromiso, deber”- resulte arrebatador y digno de tatuarse en el bíceps, pero sí refleja la sobriedad y la rectitud del reinado.

Foto: La princesa Leonor durante la jura de la Constitución en el Congreso de los Diputados. (Reuters/Pool/Ballesteros)

Ha sido Felipe VI el artificiero en un campo de minas. La herencia envenenada del padre accidentaba un proceso sucesorio entre cuyos principales obstáculos tanto figuraba la pulsión regicida de la nueva política como se descaraba el nacionalismo, pero la mayor garantía de continuidad ha sido hasta qué extremos la degeneración de la vida política e institucional en tiempos de Sánchez ha enfatizado la ejemplaridad de la monarquía y la ha convertido en una garantía institucional.

Impresiona la velocidad a la que ha transcurrido la última década, aunque el aspecto senatorial de Felipe VI y el espesor de su reinado demuestran que el tiempo transcurrido desde la entronización ha favorecido la reanimación de la monarquía. La había dejado tiritando Juan Carlos I entre el borboneo, la impunidad de las fechorías y la distancia con la realidad. Y se había convertido él mismo en el mayor conspirador de la institución, precisamente cuando más brío adquirieron las huestes republicanas al compás de Pablo Iglesias y las guillotinas de Podemos (72 diputados en 2015).

Rey Felipe VI Princesa Leonor