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Israel no puede defender la civilización al precio de masacrarla
El aniversario de la matanza del 7-O coloca a Netanyahu en la posición de haber desarmado a Hamás y Hezbolá, pero al precio de una masacre intolerable que aleja una solución
Estaba claro que la crisis de Oriente Medio iba a redundar en el folclorismo de la polarización española. El sionismo de la extrema derecha resulta tan embarazoso como la devoción que la extrema izquierda profesa a la teocracia iraní, aunque el criterio más extravagante lo ha expuesto Aznar sosteniendo que la victoria de Israel decide la suerte de las cosas europeas.
Es la manera de plantear el conflicto en la dialéctica de la civilización contra la barbarie. Y de Occidente contra el Islam, naturalmente porque a Aznar se le pasean los espectros del 11M y porque convoca el llanto de Casandra advirtiendo de los peligros de una gran invasión musulmana.
Israel sería "nuestra" mejor garantía para contener a las hordas de Alá. Y es verdad que procede simpatizar con la estrella de David en términos de "occidentalismo". Porque su modelo de sociedad es preferible al de cualquier satrapía aledaña. Y porque nos fascinan los recursos tecnológicos con que el Mossad y el Ejército abruman a los vecinos del avispero.
El problema consiste en la desproporción de los medios, el inventario inaceptable de víctimas civiles, la brutalidad de los bombardeos en Gaza, la vulneración sistemática de derechos, el expansionismo territorial. Y el tacticismo siniestro con que Netanyahu ha convertido la matanza del 7-O en una oportunidad providencial para resarcirse de su debilidad política y redibujar Oriente Medio sin las serpientes de Hamás y de Hezbolá.
Tiene derecho Israel a responder a una brutal agresión en su territorio. Y a emprender una guerra que ha descabezado a los artífices de la masacre —Haniyeh, Nasrallah—, pero la cruzada civilizadora que tanto enfatiza el discurso de Aznar se resiente del propio extremismo de Israel. No puede defenderse la civilización al precio de vulnerarla. No se puede hacer apología de unos valores occidentales —la igualdad, la mujer, el laicismo, la libertad de expresión, los derechos homosexuales— a cambio de aplastar otros principios. No porque Israel esté incurriendo en un genocidio, como acostumbra a decirse frívolamente, sino porque la campaña militar ha degenerado en la violación del derecho internacional, los crímenes de guerra y de lesa humanidad a expensas del martirio de la población civil. Más de 40.000 personas han muerto en Gaza, incluidos miles y miles de niños.
No puede defenderse la civilización al precio de vulnerarla, ni hacer apología de unos valores occidentales a cambio de aplastar otros
Los palestinos son la víctima polifacética del conflicto. Hamás los tiraniza con procedimientos medievales. Israel los masacra como si fueran una mera abstracción. Los propios países árabes los abandonan a su desdicha. Y la izquierda internacional los adopta como mascotas de buena conciencia, muchas veces como argumento subliminal del antisemitismo.
Israel no se ha desquitado de la aversión progre ni de los clichés discriminatorios. Permanecen los recelos atávicos hacia los judíos. O se los identifica con Netanyahu como si fueran una categoría indivisible, tantas veces subestimándose la resistencia doméstica hacia el primer ministro. Porque hay una prensa libre y crítica. Y porque son los propios israelíes quienes también han discutido la desproporción de la respuesta.
Resultarían inconcebibles debates parecidos en los otros países involucrados en el conflicto, pero se equivoca Aznar cuando alude al Islam como una amenaza homogénea. De hecho, son las potencias suníes —Arabia, Egipto, Turquía— las que observan con cinismo y agradecimiento la contundencia con que Israel desmantela las terminales chiíes de Irán.
El aniversario del 7-O ha demostrado que Hamás subestimó la respuesta de Israel, empezando por el descabezamiento de toda la cúpula doctrinal y operativa. Otra cuestión es que la desmesura de Israel funcione como argumento de aislamiento internacional y que el régimen terrorista de Palestina abuse de sus escudos humanos en la retórica del martirio.
Es el contexto en que Israel ha emprendido una guerra de fronteras desconocidas, de horizonte imprevisible y de resultados contraproducentes, al menos mientras el objetivo consista en serenar la región, fomentar la convivencia y garantizar la seguridad de los ciudadanos.
No parecen esos los planes de Benjamin Netanyahu, ni tiene sentido reivindicarse la idiosincrasia civilizada y occidental de Israel cuando la guerra está corrompiendo las propias esencias democráticas. Lo demuestra el hacinamiento de los gazatíes, la crisis humanitaria, la ferocidad de los ataques hacia la población civil sin el menor escrúpulo quirúrgico.
Es la perspectiva que permite cuestionar al mismo tiempo la brutalidad de la respuesta militar israelí, la abyección del terrorismo de Hamás y la amenaza que representan las peores satrapías árabes. Y no por equidistancia, sino porque la complejidad del debate sobrepasa la obligación de polarizarse en el juego del respectivo fanatismo. No me creo a Abascal levantando la bandera de Israel —el trampantojo oportunista de su aversión a los musulmanes— ni soporto a los activistas de Podemos y de Sumar rezando como ovejas las mismas plegarias de Alí Jamenei.
El conflicto medioriental no tiene solución porque ya se ocupan de sabotearlo los extremos de una y otra parte. No tiene solución, pero sí tiene dimensión. Y la dimensión se ha disparatado hasta extremos insoportables. A Hamás le importan los palestinos lo mismo que a Israel.
Estaba claro que la crisis de Oriente Medio iba a redundar en el folclorismo de la polarización española. El sionismo de la extrema derecha resulta tan embarazoso como la devoción que la extrema izquierda profesa a la teocracia iraní, aunque el criterio más extravagante lo ha expuesto Aznar sosteniendo que la victoria de Israel decide la suerte de las cosas europeas.
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