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No es no
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Sánchez devuelve a Puigdemont el sueño de la nación catalana
El líder de Junts ejerce una influencia decisiva en la Moncloa y obtiene por medios pacíficos los grandes objetivos maximalistas, incluida una política migratoria xenófoba que abrasa la dignidad del PSOE
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La normalización del “problema catalán” consiste ahora en reanimar el objetivo de la ruptura por medios pacíficos. No hacen falta barricadas ni sediciones. Ni siquiera es necesario violar las instituciones para amnistiar a los delincuentes. No hay tensión en las calles ni crispación en la sociedad. De hecho, las competencias del PSC en la Generalitat ha predispuesto a la fantasía según la cual el independentismo ha capitulado sus pretensiones maximalistas. Los lazos amarillos no brotan en las solapas. Ni siquiera se escucha el clamor de la independencia en el templo del Barça cuando llega el minuto 17:14. Sánchez se jacta de haber amaestrado a las fieras.
Revestiría hermosura y optimismo semejante planteamiento si no fuera porque Carles Puigdemont ha emprendido el mayor ataque al Estado español haciendo pesar la extorsión de los siete diputados de Junts.
El método es siniestro porque compagina la degradación de las instituciones con los privilegios discriminatorios. Cataluña prospera en su camino independentista gracias a los acuerdos de autogobierno que Sánchez suscribe en el destierro de Ginebra. No pierde oportunidad Puigdemont de humillar al patrón de la Moncloa restregándole la factura del chantaje. Y es más cómodo no gobernar que gobernar porque la marea ideológica resulta más atractiva que el desgaste de los asuntos ordinarios.
El independentismo ha conseguido desprestigiar la Justicia y la Constitución. Ha homologado y generalizado la idea del Estado opresor. Y ha logrado vampirizar la Moncloa a cambio de prerrogativas extraordinarias en términos de financiación, fiscalidad, identidad, política migratoria y tejido institucional. Empezando por demostrar que la Guardia Civil y la Policía Nacional no son otra cosa que fuerzas de ocupación revestidas de la bandera rojigualda.
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Va a costarle trabajo a Sánchez amaestrarnos con el pacto supremacista y xenófobo que le ha forzado a suscribir Puigdemont, pero también es probable que este delirante acuerdo se incorpore al inventario de la amnesia electoral. Los escándalos se hacen la competencia entre sí. Y Sánchez ha aprendido a neutralizar una aberración política con la siguiente.
Es la manera de preservar la estabilidad de la legislatura camino de 2027, aunque las nuevas concesiones al supremacismo catalán ni siquiera alivian el objetivo de los Presupuestos. Puigdemont mismo recordaba este martes que la delegación de la política migratoria es un compromiso anterior. Y que el apoyo eventual a las cuentas dependerá de otras concesiones enjundiosas, incluida la inmunidad al delito de malversación.
La precariedad parlamentaria condiciona un régimen de sumisión que favorecen la energía y el vuelo del objetivo rupturista
Tiene sentido recordar el pasaje de Wall Street cuando un magnate insaciable le pregunta a Gekko cuánto dinero necesita para retirarse.
-“Más”, le responde el ejecutivo que encarna Michael Douglas.
La dieta del soberanismo se explica en su idiosincrasia insaciable. Y es verdad que los precursores de Sánchez —González, Aznar, Zapatero, Rajoy— han alimentado a la bestia en gigantes dosis proteicas, pero corresponde al timonel vigente el liderazgo en las iniciativas y dosis más devastadoras.
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No ya porque la extorsión del independentismo ha malogrado la dignidad del Estado, sino porque la precariedad parlamentaria condiciona un régimen de sumisión que favorece la energía y el vuelo del objetivo rupturista.
Se explica así mejor la euforia con que Puigdemont valoraba la relevancia histórica del pacto con el PSOE. “Nos acerca al objetivo de la nación catalana”, proclamaba el mesías 'indepe' sin miedo a triturar la versión edulcorada del Gobierno. Producía estupor el descaro con que la portavoz Pilar Alegría relativizaba la profundidad o la gravedad del acuerdo, como si fuera un trámite administrativo, como si pretendiera enredarnos en la semántica y la terminología: no es lo mismo delegar que transferir.
Resulta irreconocible la cultura del PSOE en tiempos de Sánchez, hasta el extremo de que la prioridad conceptual de evitar la llegada de la ultraderecha a cualquier precio no contradice la osadía de pactar con ella en Cataluña. Las ideas de Puigdemont en política migratoria son las mismas que defienden Le Pen y Salvini en Europa en términos de xenofobia, pero llegan aún más lejos respecto a la singularidad del nativismo catalán y las peculiaridades culturales y étnicas. Queda menos para hablar de “raza”. Falta muy poco para que Pedro Sánchez ofrezca y despliegue a Puigdemont una alfombra roja y un piquete de mossos en el aeropuerto de Barajas.
El líder soberanista perdió las elecciones, pero gobierna como si las hubiera ganado y ejerce una influencia que desquicia a los compadres de ERC. Ha logrado parasitar la Moncloa, pavonearse como el verdadero factótum de la política española (y catalana) haciendo pesar su destierro y su condición formal de delincuente. A España la gobierna un pirata.
La normalización del “problema catalán” consiste ahora en reanimar el objetivo de la ruptura por medios pacíficos. No hacen falta barricadas ni sediciones. Ni siquiera es necesario violar las instituciones para amnistiar a los delincuentes. No hay tensión en las calles ni crispación en la sociedad. De hecho, las competencias del PSC en la Generalitat ha predispuesto a la fantasía según la cual el independentismo ha capitulado sus pretensiones maximalistas. Los lazos amarillos no brotan en las solapas. Ni siquiera se escucha el clamor de la independencia en el templo del Barça cuando llega el minuto 17:14. Sánchez se jacta de haber amaestrado a las fieras.