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No es no
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El Vaticano es el gran teatro del mundo
Devoción, turismo, fanatismo y mundanidad se mezclan en la plaza de San Pedro, cuya dramaturgia destaca el estupor estético y el culto pagano a una chimenea druida
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El cónclave se resiente de la mundanidad y del mestizaje sociológico como probablemente no ha sucedido nunca. Los selfis desplazan el centro de gravedad al propio ego. Y los turistas suplantan a los fieles en la okupación de la plaza. Proliferan los mercaderes que tanto hubieran irritado el látigo de Cristo. Y se han multiplicado las terrazas en la Via de la Conciliazione con tarifas prohibitivas y coctelería de paseo marítimo, aunque los comerciantes condescienden con el bolsillo de los periodistas acreditados.
Se nota la precariedad de la profesión. Y desconciertan los colegas que se convierten a sí mismos en unidades móviles. Cualquier dispositivo con 4G puede transmitir en directo al otro lado del universo. Y los enviados especiales autogestionan los 'stand-ups' valiéndose de un trípode y una lámpara de led circular que les otorga sin pretenderlo la aureola de un santo.
El exotismo predominante subordina el ejercicio de la fe. Y la abundancia de pantallas gigantes degrada la solemnidad del perímetro sagrado. Sólo faltaba acordonar una 'fan zone', aunque la abundancia de banderas nacionales -la polaca, la italiana, la francesa, la española- suscribe un ambiente futbolero en la versión más posmoderna del paganismo. Tampoco es cuestión de escandalizarse ni de arrestar a los guiris sin partida de bautismo. No ya porque el turismo de masas representa una epidemia bíblica, sino porque el Vaticano se arraiga en las entrañas de la herejía. El propio lugar alude a una deidad etrusca de ultratumba, mientras que el eje de la plaza identifica un obelisco egipcio que trajo Calígula del desierto y que sirvió de aguja al circo de Nerón. Por esa misma razón, la necrópolis que se aloja en los cimientos de San Pedro evoca la gloria de los gladiadores que combatieron en la edad imperial. Allí están sus tumbas y sus estelas, remarcando las connotaciones lúdicas de los tiempos romanos -"panem et circenses-, cuando dicen que el despiadado Cómodo fue capaz de abatir un rinoceronte.
Puede que los turistas sean los nuevos bárbaros. Y que la religión de la tecnología haya sustituido a todas las otras religiones a fuerza de idolatrarnos a nosotros mismos, pero también impresiona la devoción arcaica, magnética, hacia el tótem de la chimenea. Reviste el aspecto de una seta de cobre oxidado, igual que el símbolo de los druidas celtas. Y propaga el humo negro como el tubo de escape de un autobús resacoso. Hubo un sobresalto al mediodía cuando la oscuridad de la fumata empezó a clarearse. Y cuando el fenómeno cromático coincidió con el estruendo de las campanadas.
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Falsa alarma. El badajo se detuvo después de haber ejecutado doce percusiones. Y el pueblo de Cristo comenzó a dispersarse. Una retirada cautelar, un repliegue circunstancial para regresar con mayor optimismo a la incertidumbre de la sesión vespertina. Decenas de miles de personas contemplaban la chimenea mística en el tejadillo de la Capilla Sixtina gracias a las pantallas de vídeo gigantes. Millones lo hacían a través de la televisión, hipnotizadas como si fuera la respiración jadeante de Dios. Celebramos un ritual colectivo, inmemorial, rudimentario que nos devuelve al maniqueísmo iconográfico: humo blanco o humo negro. Y nos sorprendemos mirando al cielo, esperando noticias sobrenaturales como sucede con la lluvia y con los rayos. O como ocurre cuando la gaviota merodea el géiser de la fumata. No es una paloma, pero podríamos confundirla con el Espíritu Santo.
El Vaticano es el gran teatro del mundo, el éxtasis de la civilización. La portada de San Pedro identifica el umbral del paraíso por el camino de la sugestión estética y por la exuberancia del atardecer, cuando la luz convierte en piel humana el mármol de Carrara. Solo así puede comprenderse o aprendeherse que el representante de Dios en la Tierra sobresalga entre los pliegues de un telón de terciopelo abrazando a la humanidad. Y adquiriendo un nombre que no es el suyo. Porque se ha producido ya la "metamorfosis". Y porque un cardenal que se llamaba Mercurio (siglo VI) fue constreñido a adoptar un alias que corrigiera la nomenclatura herética del dios romano.
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Decidió llamarse Juan II, inaugurando una tradición que ha perdurado hasta nuestros días con lealtad corporativa. Y que Francisco interpretó a su manera, haciendo de la humildad el mayor de los alardes.
Se habla del cónclave en los bares aledaños. Se quedan antiguos los periódicos de papel nada más haberse imprimido. Y circulan con orgullo los sacerdotes y las monjas "de uniforme", como si fueran los destinatarios más cualificados del ceremonial. Y la columnata circular de Bernini remarca el principio (y el fin) del eterno retorno, como si el último cónclave fuera el primero.
El cónclave se resiente de la mundanidad y del mestizaje sociológico como probablemente no ha sucedido nunca. Los selfis desplazan el centro de gravedad al propio ego. Y los turistas suplantan a los fieles en la okupación de la plaza. Proliferan los mercaderes que tanto hubieran irritado el látigo de Cristo. Y se han multiplicado las terrazas en la Via de la Conciliazione con tarifas prohibitivas y coctelería de paseo marítimo, aunque los comerciantes condescienden con el bolsillo de los periodistas acreditados.