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No es no
Por
La cama redonda de la corrupción
Nuestro presidente es un epígono paródico de Ricardo III de Shakespeare, ensimismado en la ebriedad del poder y convertido en un líder cínico que ahora juega las armas de la ignorancia y la ingenuidad
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Pedro Sánchez no ha caído aún porque ha aprendido a gobernar como Ricardo III: canjeando aliados por días de gracia, encendiendo hogueras disuasorias para ocultar sus huellas, vampirizando a los mártires que acordonan el erial democrático. No hay poder que resista tanto desgaste sin colapsar. Ni país que aguante tanto desprecio sin enfermarse. Nos estamos pudriendo en la estela nauseabunda del pequeño timonel.
Y cuando caiga —porque caerá—, no será por una gran batalla en el campo de Bosworth, sino por la cronificación de las atrocidades. Por cansancio. Por hartazgo. Por rutina. Sánchez chapotea en el fango al tiempo que emergen los cadáveres. Tendría que haberse rendido, haber capitulado, pero le mantienen en vida la ebriedad del poder, la extorsión de los aliados, la omertà de la prensa sumisa, la salmodia de los datos económicos, la credulidad fanática de sus partidarios y la galería de los horrores. O sea, el miedo.
Porque la sangre está ahí. No la de Sánchez, que se oculta tras su armadura de cinismo y bajo la sonrisa de un anuncio electoral, sino la de su claustrofóbico entorno: ministros abrasados, aliados en shock, votantes en fuga y los escombros del Partido Socialista como escenario de fondo, como paisaje deprimido de la cama redonda.
La degeneración del poder no consiste solo en aferrarse al cargo. Consiste en vaciarlo de significado mientras se le confiere una pátina de trascendencia mesiánica. Pedro Sánchez no se limita a ejercer la autoridad: la representa.
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La sobreactúa. La escenifica con la intensidad de un actor secundario convencido de que la historia le debe un papel protagonista. Se lo dijo a Maxim Huerta cuando lo despidió en Moncloa… apelando a la ética. "¿Cómo crees que seré recordado, Maxim". Debajo del disfraz épico, no hay más que un trilero de sí mismo: un tipo que cambia de principios igual que cambia de maquillaje, de tono y de timbre de la voz, o de secretarios de Organización.
La analogía con Ricardo III no es casual, sino estructural. Ambos son el resultado de un sistema viciado. Ambos emergen de un vacío. Ricardo, tras la Guerra de las Dos Rosas; Sánchez, tras la demolición interna del PSOE y la quiebra moral del bipartidismo. Ambos interpretan el poder como un ejercicio de destrucción selectiva. Ricardo elimina a sus hermanos. Pedro extermina a ministros, socios, doctrinas y costaleros.
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La corte de Sánchez recuerda a la de Ricardo. No por noble, sino por complaciente. Cargada de bufones, de aduladores, de fieles sin voz. Un Consejo de Ministros donde nadie habla, nadie disiente, nadie sobrevive más de lo que dura su utilidad. No hay debate, hay obediencia. No hay política, hay puesta en escena de intimidaciones. Y detrás de la comedia, el monarca se nos aparece con su sonrisa fotogénica y su capacidad quirúrgica para amputar a cualquiera que suponga una amenaza o un recuerdo.
La legislatura agoniza como una vulgarísima comedia funeraria. Los puteros iban a abolir la prostitución con la misma credibilidad de Pantagruel haciendo ayuno en el ramadán. Los regeneradores han sido los padrinos de la degeneración. Y la izquierda sectaria y supersticiosa solo se ha creído el funeral de la democracia cuando aparecieron las esquelas en El País.
La realidad no existe, se interpreta. Y Sánchez se maquilla como un clown triste para fingir su compungimiento. Y para pedir perdón… por lo que hicieron otros. El problema -dice el boss- no sería haber cultivado un régimen de corrupción, sino haberse equivocado en el casting de la guardia pretoriana y en la designación de los capataces.
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Prosperaban los matones a su vera, pero el jefe no alcanzaba a percatarse de los negocios turbios y amaños que lo encumbraron. Un relato falsario e inconcebible, aún más considerando que el sanchismo proviene del personalismo, del culto al líder, de la estructura piramidal.
Requiere una extraordinaria credulidad asumir que Sánchez nada sabía de lo que sucede en su perímetro egocéntrico y narcisista, pero incluso aceptando el enfoque más infantil, resulta que la ignorancia no equivale a la inocencia. Implica y caracteriza un grado suficiente de complicidad. "En política no basta pedir perdón", esgrimía Sánchez a Rajoy cuando estalló el caso Bárcenas.
Y tenía razón. La ignorancia no es tanto un eximente ni un atenuante como un agravante. Nos lo enseña el mito de Edipo muchos siglos antes de que lo interpretara Freud en clave psicoanalítica. El rey de Tebas es culpable de haber matado a su padre y de haber yacido con su madre, aun desconociendo que se trataba de un parricidio y de un incesto. Y acepta su destino. Se arranca los ojos.
Sánchez asume como propios la ignorancia y la ineptitud para encubrir los delitos mayores de la corrupción, su implicación nuclear en la trama. De acuerdo. Lo aceptamos. Nos lo creemos. No sabía nada, pero ocurre que los delitos menores también le obligan a entregar la pistola y la placa. No hubo manera de encerrar a Al Capone por sus atrocidades mafiosas. Y se recurrió al prosaismo de un desfalco como atajo al enchiornamiento.
"¿Y ahora quién me queda?", se preguntaba Ricardo III cuando ya había asesinado a todos los que lo ayudaron a ascender. Sánchez se consume en la ebriedad de la sangre, pero mantiene diferencias inquietantes con el personaje de Shakespeare. El rey sabe que es un villano. Lo confiesa. Lo celebra. Se convierte en el autor de su tragedia. Pedro Sánchez, en cambio, no admite culpa. Se presenta como víctima, como mártir, como el cruzado de una democracia que él mismo ha debilitado. Ricardo quiere el poder aunque sea al precio del infierno. Pedro quiere el poder y se convence de que nos mira desde el cielo, pensando que somos idiotas.
Pedro Sánchez no ha caído aún porque ha aprendido a gobernar como Ricardo III: canjeando aliados por días de gracia, encendiendo hogueras disuasorias para ocultar sus huellas, vampirizando a los mártires que acordonan el erial democrático. No hay poder que resista tanto desgaste sin colapsar. Ni país que aguante tanto desprecio sin enfermarse. Nos estamos pudriendo en la estela nauseabunda del pequeño timonel.