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Pedro Sánchez tiene miedo… a la democracia
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Rubén Amón

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Pedro Sánchez tiene miedo… a la democracia

Nadie como el presidente del Gobierno ha perjudicado la salubridad de la vida política e institucional, nadie como él teme el control del Parlamento y el veredicto de las urnas, pero todavía confía su porvenir a la complicidad de los aliados

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la sesión de control del Gobierno. (EFE/Mariscal)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la sesión de control del Gobierno. (EFE/Mariscal)
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Sánchez ha adquirido una relación problemática con la democracia. Nadie como él ha contribuido a degradarla. Y nadie ha eludido con más descaro los mecanismos de escrutinio. Le molestan los jueces y la prensa. Le incomoda el Parlamento. Y ha decidido eludir las urnas porque teme el veredicto de los ciudadanos. Su vanidad y su narcisismo contraindican que unas elecciones puedan retratarlo con la severidad de Dorian Gray. Saludable por fuera, podrido por dentro. Y obstinado en sustraerse a la realidad, como si los escándalos de corrupción fueran una anécdota, un mero sobresalto.

La agonía del sanchismo se caracteriza en la ejecución desordenada del despotismo iletrado. El mesías nos previene de nosotros mismos. Nos protege del PP y de Vox mientras negocia con la extrema derecha soberanista y otorga honores institucionales a Bildu. Y es verdad que ERC amaga con una ruptura y que el PNV especula con la fantasía de un divorcio, pero los socios de Sánchez se vanaglorian de la degradación del Estado, del hundimiento de la Moncloa, del conflicto institucional que socava la credibilidad de la Justicia, de la campaña de desprestigio a las actuaciones de la Guardia Civil.

Núñez Feijóo explora la hipótesis de una moción de censura. Sostuvo este miércoles en la sesión de control que le faltan cuatro diputados. Va a costarle mucho trabajo reclutarlos, aunque el fiel de la balanza puede decantarse por la confluencia de dos razones complementarias. Una es la dimensión inaguantable que pueda adquirir los escándalos. La otra, el deterioro electoral que suponga a los aliados sus relaciones con un Gobierno tóxico.

Sánchez negocia desde la sumisión y desde la emergencia. Y es más vulnerable que nunca a la extorsión de sus acreedores. Jamás como ahora tienen a su alcance los privilegios del autogobierno. Puigdemont mismo reclama un nuevo interlocutor para allanar la dignidad de la nación española, quizá para llevar a cabo, ahora sí, un referéndum de independencia.

Foto: Pedro Sánchez, en la sesión de control al Gobierno en el Congreso. (EFE/Mariscal)
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El colapso del sanchismo requiere la catarsis de unas elecciones, un ejercicio de responsabilidad, pero la democracia es para Sánchez una amenaza. Haber llegado legítimamente al poder no significa desempeñarse legítimamente. Sánchez no gobierna con la democracia, sino encima de ella, como quien se sienta en la copa de un ciprés creyendo que domina el cementerio. El desprecio del presidente a las urnas no es ruidoso ni explícito. Es selectivo, frío, quirúrgico. Por eso mismo se entrega a la aritmética parlamentaria con la avidez de un contable, no con las obligaciones de un estadista.

Sánchez desprecia las urnas porque contienen un veneno que no puede controlar: la incertidumbre. No le molestan por lo que representan, sino por lo que pueden revelar. Que el pueblo no le necesita. Que el pueblo no le adora. Que el pueblo urge a la alternancia, sea o no estimulante la llegada de Feijóo.

No es un tirano. Es un iluminado. Y el iluminado no necesita las urnas porque cree hablar en nombre de una verdad superior. La verdad del progreso. La verdad de la resistencia. La verdad de su permanencia.

La cultura institucional del sanchismo no es el diálogo, sino el monólogo. No es el respeto a la pluralidad, sino la imposición del marco mental del líder. Y su pulsión más profunda no es la regeneración democrática, sino el blindaje de su persona. Por eso le molesta la crítica. Por eso le incomoda la prensa. Por eso se orilla a los disidentes. La democracia es útil mientras legitima su poder, pero prescindible si pone en riesgo la continuidad del boss.

El planteamiento maximalista de "todo menos el PP y Vox" implica transigir con la corrupción hasta extremos insoportables, esquilmar e hipotecar el Partido Socialista, liquidar la credibilidad del Estado, concederse y venderse al soberanismo, reclamar a los militantes —a los hooligans— un estado anestésico y de credulidad respecto a los casos de nepotismo.

Pedro Sánchez no gobierna. Se administra. Y se celebra. Se contempla en los espejos del poder con la misma fascinación con la que Narciso se disolvió en su reflejo. Solo que a Sánchez no lo ahoga el agua, lo sofoca la democracia.

Por ese motivo se ha propuesto combatirla. No solo relativizando los mecanismos electorales que exponen la voluntad popular y que aluden a la salubridad de la alternancia, sino paralizando el espacio de representación que es el Parlamento. Y convirtiendo la Moncloa en un búnker opaco, impenetrable, donde Sánchez se disfraza de César y observa la realidad desde no ya desde la escotilla sino desde el periscopio.

Sánchez ha adquirido una relación problemática con la democracia. Nadie como él ha contribuido a degradarla. Y nadie ha eludido con más descaro los mecanismos de escrutinio. Le molestan los jueces y la prensa. Le incomoda el Parlamento. Y ha decidido eludir las urnas porque teme el veredicto de los ciudadanos. Su vanidad y su narcisismo contraindican que unas elecciones puedan retratarlo con la severidad de Dorian Gray. Saludable por fuera, podrido por dentro. Y obstinado en sustraerse a la realidad, como si los escándalos de corrupción fueran una anécdota, un mero sobresalto.

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