Un presidente legítimo que gobierna ilegítimamente
La agonía del sanchismo -la luz de una estrella muerte- encubre la hostilidad de un Parlamento que encumbró a Sánchez y que ha dejado de apoyarlo, aunque ERC, Bildu y Sumar jueguen el papel de cómplices
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Borja Sánchez)
Pedro Sánchez es un presidente legítimo que gobierna ilegítimamente. No porque haya usurpado el poder, sino porque finge conservar los apoyos que lo hicieron posible y trata de disimular la hostilidad de las Cámaras. Parece Sánchez una de esas estrellas remotas que ya se han apagado y siguen brillando por efecto retardado. El presidente irradia autoridad sin ejercerla. Su luz nos llega, pero ya no le pertenece. Lo que vemos no es el presente: es el eco de una investidura oxidada, el espejismo de un poder extinto.
La legislatura nació como una carambola. Una amalgama de renuncias y conveniencias. Pero ha mutado en ruina sostenida. No hay Presupuestos. No puede haberlos. Podemos ha cambiado de bando y milita en la oposición. Sumar sobrevive como una sigla. El PNV se ausenta. ERC aguanta por pánico escénico. Y la única lealtad verificable —la más vergonzosa— es la de Bildu: el socio más constante, el más fiable, el que mejor ha entendido que lo único que une a esta mayoría rota es el miedo a perderla.
Sánchez gobierna como quien pasea un cadáver por el hemiciclo. Lo acompaña, lo ventila, lo exhibe. Pero no lo entierra. Nunca se atreverá a plantear una cuestión de confianza. Porque conoce la respuesta. Porque el Parlamento ya no refleja las mayorías de su unción. Porque el poder que ejerce está en contradicción con la representación que lo sostiene.
La gran ficción de esta etapa no es el relato gubernamental. Es el Parlamento mismo. Una cámara que ya no expresa los humores del país. Que no legisla, no avanza, no pacta. Solo sobrevive en una suerte de crionización. Y lo hace en la mentira: fingiendo que todavía hay una mayoría operativa, fingiendo que el Gobierno gobierna, fingiendo que la aritmética parlamentaria responde a alguna lógica que no sea la inercia o el chantaje.
Nadie se atreve a desenchufar la máquina. Y eso es lo extraordinario. Porque todos saben que el Gobierno está en coma, pero todos prefieren evitar la autopsia. ERC, Sumar, el PNV —incluso Bildu, con su impulso táctico— han decidido que el peor Sánchez imaginable sigue siendo mejor que el mejor Feijóo concebible. No por fe, sino por miedo. Porque la alternativa no ilusiona ni tranquiliza. Porque supone perder el pie, el relato, la influencia.
Junts lo ha entendido mejor que nadie. Ha convertido su voto en un artefacto explosivo. No negocia: extorsiona. No pacta: amenaza. Y ha descubierto que puede tensar la cuerda hasta el límite sin romperla. La mera hipótesis de suscribir una moción de censura a favor de Feijóo —es la teoría que más defiende Rufián— añade más argumentos a su capacidad de intimidación.
La anomalía es tan escandalosa que ya ha dejado de escandalizar. El Gobierno sobrevive a costa de un Parlamento que ya no le corresponde, de unos socios que simulan seguirle y de un país que asiste perplejo a la comedia de una legitimidad sin legitimación.
Es una legislatura en estado de descomposición. Sin pulso, sin alma, sin narrativa. Donde Bildu se ha convertido en el único bastón, Junts en el único poder real, y el PSOE en una maquinaria de resistencia más preocupada por evitar la caída que por gobernar.
Y, sin embargo, ahí sigue Sánchez. Brillando. Flotando. Gobernando como si gobernara. Como si todo dependiera de su figura. Como si no llevara meses suspendido en una gravedad artificial, sin mayoría social ni crédito político. Como si los ciudadanos no advirtieran, ya que la luz que emite el presidente no es un signo de vida, sino un fenómeno óptico. El eco de una combustión extinguida. La estampa lejana de una estrella muerta.
La única alternativa real al letargo y a la esclerosis política consiste en el estrépito. No en una catarsis política, sino en una implosión judicial. Bastaría un nuevo informe de la UCO. Bastaría que alguna de las causas abiertas —la del Fiscal General, los tentáculos del nepotismo, los contratos envilecidos— adquiriera la elocuencia incontestable de una prueba final. Tan burda, tan irrebatible, que ni siquiera los más ciegos entre los socios pudieran disimular el hedor de la corrupción ni esconderse en la teoría de la conspiración judicial.
Pedro Sánchez es un presidente legítimo que gobierna ilegítimamente. No porque haya usurpado el poder, sino porque finge conservar los apoyos que lo hicieron posible y trata de disimular la hostilidad de las Cámaras. Parece Sánchez una de esas estrellas remotas que ya se han apagado y siguen brillando por efecto retardado. El presidente irradia autoridad sin ejercerla. Su luz nos llega, pero ya no le pertenece. Lo que vemos no es el presente: es el eco de una investidura oxidada, el espejismo de un poder extinto.