El montorazo redime a Sánchez y glorifica a Abascal
El PP de Feijóo paga muy caro no haberse desmarcado de su pasado y encuentra en Montoro el escarmiento que malogra el mensaje de la regeneración para beneficio del presidente del Gobierno y de Vox
El exministro de Hacienda Cristóbal Montoro. (EFE/Chema Moya)
Montoro no ha caído en desgracia. Simplemente, ha llegado tarde al banquillo. No ha aparecido porque quisiera, sino porque un juez de Tarragona ha decidido tirar del sudario. Y lo que aparece no es solo un cadáver. Es una época. Aquella en que los ministros se creían propietarios de las instituciones. La de burócratas que convertían el BOE en una notaría de favores. La de los gobiernos que confundían el interés general con el interés privado, y el derecho fiscal con una suerte de vendetta tecnocrática.
Nadie puede fingir sorpresa. Montoro no disimuló nunca su estilo. Gobernó Hacienda como un reino. Persiguió a ciudadanos, colectivos, enfermos, autónomos, pensionistas. Convirtió a la Agencia Tributaria en una maquinaria de acoso justiciero. Humilló a los contribuyentes como si fueran súbditos. Y amnistiaba al mismo tiempo a los grandes evasores, como si el perdón fiscal fuera una prerrogativa aristocrática. Lo hizo con suficiencia. Con la voz reptiliana voz de Mr. Burns. Con esa pedagogía irónica que disfrazaba el castigo de responsabilidad de Estado.
Ahora se le acusa de algo más concreto, pero no menos simbólico: redactar leyes favorables para empresas gasistas desde su ministerio y luego pasar a trabajar con ellas. El modelo perfecto del expolio institucional. Un bucle de favores, de tráfico de normas, de puertas giratorias que no giran, sino que se abren de par en par. Todo con el sello de Equipo Económico, su consultora, y con la discreción blindada de quien siempre se ha sentido impune.
Y, sin embargo, el problema más grave no es Montoro. Es lo que dice su caso sobre el Partido Popular y sobre el modo en que el PP ha decidido conservar intacto el panteón de sus patriarcas. Montoro es parte del árbol genealógico. Porque fue ministro de Rajoy y mano derecha de la doctrina aznarista. Porque el nuevo PP no ha enterrado al viejo. Lo ha blanqueado. Lo ha preservado. Lo ha convertido en fundamento y en linaje.
Feijóo invoca sin disimulo a Aznar y a Rajoy como pilares de su proyecto. No distingue. No matiza. No limpia. Prefiere cobijarse en el relato de la herencia. En la estética de la continuidad. Y en ese marco, Montoro no es una anomalía: es un reflejo y un acervo. Aunque esté imputado. Aunque haya usado el poder público para enriquecerse y enriquecer a terceros. Aunque encarne con exactitud la peor de las políticas posibles.
Montoro no es un accidente. Es el epítome. Su imputación en Tarragona no revela una excepción, sino una lógica. No escandaliza por lo inaudito, sino por lo previsible. Y eso es lo más grave. Que nos hemos acostumbrado. Que su regreso, lejos de provocar indignación, parece una parte del paisaje. Como si fuera normal que un exministro usara el poder legislativo como herramienta privada. Como si fuera asumible que la maquinaria del Estado se ponga al servicio de quienes pagan mejor.
Montoro es un regalo para Sánchez. Un enemigo perfecto. Representa todo aquello que el PP prometía rectificar en la llegada a la Moncloa: la arrogancia, la impunidad, el elitismo, el desprecio al débil, el conflicto de intereses, la corrupción conceptual. El "montorazo" desactiva el discurso regenerador de Feijóo y devuelve a Sánchez el relato moral. El presidente, que parecía en retirada, se beneficia del automatismo de la política española: basta con que el adversario se equivoque para que uno parezca inocente. Montoro ha vuelto. Y Sánchez ya cree o ya piensa que no tiene que explicar nada.
Montoro sintetiza la degeneración de la política en clientelismo. Y su imputación no hace sino confirmar lo que durante años se intuía: que había dos Haciendas. Una para los ciudadanos, otra para los amigos. Una para el miedo, otra para la indulgencia.
Montoro es el combustible de la antipolítica. Abascal solo tiene que sentarse a mirar. El votante cabreado, indignado, descreído, se reafirma en su tesis: todos son iguales. Todos se tapan. Todos se reciclan. Y frente a eso, mejor el trueno de la ultraderecha que la mueca nostálgica del ministro que embargaba cuentas a pacientes con hepatitis C mientras negociaba contratos con tecnológicas privadas. Es en ese lodazal donde el populismo florece. Donde Vox convierte la imputación de un exministro en un manifiesto existencial: ellos o nosotros. La casta o el pueblo. La trama o el castigo.
Montoro no ha vuelto. Lo ha devuelto un juez. Pero su poder nunca se fue. Sigue flotando. Sigue dictando. Sigue recordando que el pasado no pasa. Que la regeneración es un lema. Montoro no regresa. Montoro irrumpe. Como un espectro extemporáneo. Como esas resacas que uno cree haber dejado atrás, pero que vuelven con violencia solo por haber olido un cubata en el vagón de Cercanías.
Montoro no ha caído en desgracia. Simplemente, ha llegado tarde al banquillo. No ha aparecido porque quisiera, sino porque un juez de Tarragona ha decidido tirar del sudario. Y lo que aparece no es solo un cadáver. Es una época. Aquella en que los ministros se creían propietarios de las instituciones. La de burócratas que convertían el BOE en una notaría de favores. La de los gobiernos que confundían el interés general con el interés privado, y el derecho fiscal con una suerte de vendetta tecnocrática.