Cuando el fuego incendia la credibilidad del Estado
Los incendios son inevitables, pero su alcance depende de la prevención, de los medios, los recursos, de la coordinación, del consenso partidista, todo aquello que no ha sucedido en la enésima crisis del verano
Superficie calcinada por el fuego en A Mezquita (Ourense). (EFE)
La crónica española se resigna cada mes de julio y de agosto al mismo espectáculo crepuscular: humo en los telediarios, helicópteros insuficientes, voluntarios abnegados, ministros de chaleco fluorescente y un presidente carbonizado que sobrevuela el desastre con la máscara del compungimiento.
Sobreviene entonces el cortafuegos doctrinal del cambio climático, como si el calentamiento global fuera una absolución universal, mientras la oposición blande las competencias autonómicas y convierte las llamas en armas electorales. Lo que arde no son sólo los bosques, sino la confianza en unas instituciones incapaces de coordinarse. La España autonómica es, en las catástrofes, un laberinto de órdenes y contramarchas. En toda tragedia celtibérica sobrevive el mismo patrón: choque de administraciones, intercambio de culpas, reparto partidista de responsabilidades. Ni siquiera el fuego consigue sugestionar la noticia o la noción del consenso.
El monte se ha convertido en un polvorín legislado. Las leyes protegen tanto el paisaje que lo condenan. Está prohibido rozar, talar, clarear. Ni el ganado puede cumplir su tarea ancestral de limpiar los senderos. Resultado: pinares convertidos en mechas. Pasto seco como gasolina. Y la primera chispa —un pirómano, un rayo, una colilla— lo arrasa todo pantagruélicamente. No es sólo sequía. Es torpeza. Es urbanismo mental. Es despreciar el saber rural mientras los pueblos se vacían y el monte se hace selva.
El incendio, además de tragedia, es espectáculo. Cámaras, helicópteros, ruedas de prensa, populismo mediático en el veraneo de las noticias yermas. Las víctimas se convierten en atrezzo político. Las llamas sirven para medir el nivel de indignación de cada líder, no su eficacia. Y así, cada verano, se repite el ritual como si el fuego fuera una sorpresa y como si revistieran credibilidad los pactos de estado y los planes integrales. Ya queda menos para los incendios de 2026, como las Fallas y la catarsis de San Juan.
En este erial institucional, los Reyes ejercen de bomberos morales. Felipe VI y Letizia visitan pueblos calcinados, abrazan ancianos, posan con voluntarios. La monarquía es la única institución que mantiene la autoridad escénica. Ahí están ellos, apagando bochornos, no incendios. Y sujetando con resignación la tramoya de un Estado que desfallece cada vez que arrecia una prueba.
Lo heroico es el pueblo, decimos. Los vecinos que defienden sus aldeas, decimos. Los voluntarios que cortan carretera, decimos. Las cadenas humanas que transportan cubos de agua como lágrimas en el fin del mundo. Allí donde no llega el Estado, aparece la improvisación ciudadana. Y nos encanta mitificarla. Nos emociona. Pero debería avergonzarnos. Porque el romanticismo de la solidaridad no tapa el agujero de la incompetencia. Las llamas podían haberse contenido más de cuanto ha sucedido. Lo que no tiene remedio es el sentimiento de orfandad que dejan tras de sí.
España presume de país europeo, digital, competitivo. Pero cuando se enfrenta a los elementos, se desmorona. Lo vimos con las riadas, con la sequía, con el agua que anega las ciudades. Y ahora con el fuego, cuya voracidad convierte el paisaje en carbón y la política en teatro. Las catástrofes son cíclicas. Lo único que avanza es el hartazgo.
La antipolítica crece entre las cenizas y las supersticiones. Alimentada por ministros que improvisan y opositores que se limitan a señalar. Por burocracias que paralizan. Por planes que nunca llegan. Por discursos que sustituyen a la acción. Los pueblos quemados no distinguen entre Madrid o las autonomías. Saben que los han dejado solos. Y de esa certeza nace el desprecio hacia las instituciones. Cada hectárea calcinada es una hectárea de confianza perdida.
Que el planeta se calienta, que el bosque se desertiza, que las sequías son recurrentes, nadie lo discute. Pero la evidencia científica no exonera la negligencia administrativa. Tampoco justifica la sensación de desamparo. Porque el fuego tiene la ventaja del calendario: se repite. Y sin embargo, cada año nos sorprende como si fuera un meteorito o una liga del Atleti.
No hay una política de prevención a la altura del riesgo; no hay una dotación estable que permita anticipar la catástrofe. Lo que hay es una coreografía de culpables y un guion ya visto: las llamas avanzan más rápido que los planes de contingencia, mientras el relato político se consume en su propia combustión y en su desesperante vacuidad.
Conviene recordarlo: el fuego es inevitable. Las dimensiones de la devastación, no. Lo saben los vecinos que llevan generaciones cuidando el bosque. Lo saben los ganaderos que ya no pueden usar los caminos. Lo saben los guardas forestales, mal pagados, infrautilizados. Y lo sabe cualquier español que encienda la televisión en agosto. La sensación de "déjà vu" es tan rutinaria como el calor y la canción del verano.
La crónica española se resigna cada mes de julio y de agosto al mismo espectáculo crepuscular: humo en los telediarios, helicópteros insuficientes, voluntarios abnegados, ministros de chaleco fluorescente y un presidente carbonizado que sobrevuela el desastre con la máscara del compungimiento.