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El ocaso de Mr. Handsome
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Rubén Amón

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El ocaso de Mr. Handsome

Pedro Sánchez hizo de su físico un ejercicio de propaganda política que ahora se resiente de su decadencia, como si somatizara rasgo a rasgo la agonía de la legislatura

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la entrevista con Pepa Bueno en TVE. (RTVE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la entrevista con Pepa Bueno en TVE. (RTVE)
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Cuesta aludir al deterioro físico de Pedro Sánchez sin que se active el detector de incorrección política o la patrulla del buenismo. Como si la decadencia de un presidente no pudiera adquirir una expresión carnal. Como si el cuerpo del líder estuviera exento del desgaste, o fuera ajeno al relato político que él mismo ha querido construir desde el primer día: el del presidente atractivo, imperturbable, impecablemente peinado, bronceado incluso en las crisis. El presidente guapo como paradigma de la resiliencia nacional. Mr. Handsome como metáfora de la prosperidad de España.

Fue Pedro Almodóvar, en su papel de rapsoda devocionario de la corte embelesada, quien acuñó con arrobo el apodo. No lo dijo en tono irónico ni con media sonrisa, sino como quien eleva al presidente a la condición de estatua mitológica. Era el tiempo del embrujo, del hechizo colectivo. El físico de Sánchez se convertía en una extensión luminosa del Gobierno, en una prolongación epidérmica del progreso, en el rostro suavizado del nuevo socialismo. El líder irresistible que no solo te convencía, sino que te hipnotizaba. Hasta el punto de que resultaba más relevante su foto en Instagram que un debate en el Congreso. Qué guapo estaba el tío con sus gafas de sol a bordo del Falcon.

Pero algo ha cambiado. Lo ha hecho de forma progresiva y elocuente a semejanza del retrato de Dorian Gray. La mandíbula ya no está afilada, los rasgos se han endurecido sin definición, los ojos han perdido la chispa. Ha adelgazado sin tonificar. Se le nota tenso, deslucido, apagado. No se trata de frivolizar con su aspecto, sino de entender que ese aspecto ha sido una de sus armas políticas más eficaces. Y que ahora, cuando se desploma el discurso de la autocomplacencia, también se desploma el envoltorio.

La salud de los presidentes siempre ha sido asunto de Estado. Lo fue con Kennedy, a quien se ocultó una enfermedad degenerativa. Lo fue con Juan Pablo II, cuando la decrepitud de su cuerpo se convirtió en una forma sacrificial de gobierno. Lo fue con Churchill, con Mitterrand, con Borís Yeltsin. Y en el caso español, también lo fue con Adolfo Suárez, cuyo alzhéimer se intuyó antes de que se confirmara. Nadie dudó en escrutar el rostro demacrado de Wojtyła como símbolo de una Iglesia que sufría con su pontífice. Nadie se escandaliza cuando se analiza la palidez de Vladímir Putin como presagio de decadencia.

Foto: fan-pedro-sanchez-polaca

¿Por qué habría de ser distinto con Pedro Sánchez? Especialmente cuando él mismo ha proyectado su figura como una extensión de su programa. El físico de Sánchez ha sido parte del mensaje. No solo una ventaja estética, sino una construcción política. El presidente de la belleza inalterable, del cuerpo invulnerable, del gesto calculado hasta la escultura. Siempre bien iluminado, siempre mirando de frente, siempre con el mentón alzado, como si la dirección de la patria dependiera del ángulo de su perfil. El cuerpo de Pedro Sánchez ha sido durante años una consigna. Un tótem. Una forma de superioridad moral. Y también un escudo: el político que no suda, que no se despeina, que no envejece.

Por eso el deterioro importa. Porque si el cuerpo era parte del relato, su agotamiento lo desmiente. No es que esté enfermo —no hay diagnóstico conocido, ni falta que hace—, pero sí parece asfixiado. Desgastado. Encaramado a una crispación que ha terminado por deformar el semblante. Y no es casual. El deterioro coincide con la etapa más convulsa de su trayectoria: el desgaste de una legislatura frágil, la oposición callejera, el órdago catalán, el pacto con Puigdemont, el escándalo Ábalos, el caso Koldo, la sombra de Begoña. Y por supuesto, la paradoja de que todo el poder concentrado en Moncloa no haya bastado para gobernar con autoridad. Sánchez ha ganado, pero no ha vencido. Y ese bucle de victoria estéril lo está desfigurando.

Foto: sanchez-cruel-ministros-sindrome-tio-tom-1hms Opinión

No hay más que ver sus comparecencias. El Sánchez de hoy parpadea más. Tuerce los labios. Aprieta las mandíbulas. Sus silencios son más largos, y los gestos más abruptos. Ya no parece un político en campaña, sino un púgil que resiste por reflejo. El estilo imperial ha dado paso al de un boxeador cansado, aferrado a las cuerdas, que repite las mismas frases como quien recita un salmo. La escenografía ya no lo protege. Y su cuerpo, acostumbrado a simbolizar un estado de gracia, se convierte ahora en espejo de la fatiga nacional.

¿Está somatizando la legislatura? Es posible. Porque nadie soporta impunemente tanto tiempo en el abismo. Porque sostener una mentira —la de la estabilidad, la de la armonía, la del progreso imparable— acaba por romper los músculos. Porque vivir permanentemente en modo propaganda exige una energía inhumana. Y porque sostener el edificio entero del poder con la mirada, con la voz y con la fotogenia tiene un coste. El cuerpo se resiente cuando ya no cree en lo que representa.

La pregunta no es solo estética. Es política. ¿Quién gobierna cuando el presidente está exhausto? ¿Cuánto aguanta un proyecto que empieza a mostrar síntomas de agotamiento en su propio arquitecto? ¿Qué sentido tiene seguir interpretando el papel de Mr. Handsome cuando el país entero percibe que ya no lo es? Quizá Sánchez lo sabe. Quizá por eso ha abandonado la disciplina espartana. Quizá por eso ya no posa igual, ni sonríe igual, ni habla igual. Porque ya no gobierna desde el deseo, sino desde la resistencia. Desde la defensiva. Y en esa batalla diaria, la imagen que devuelve el espejo es la de un político que se ha vuelto terrenal. Vulnerable. Casi humano.

Pero Pedro Sánchez no fue elegido por ser humano. Fue elegido por parecer invulnerable. Por representar, más que por gobernar. Por seducir, más que por convencer. Por eso su declive físico tiene tanta relevancia. Porque no estamos ante un mero desfallecimiento estético, sino ante el derrumbe de una narrativa. El cuerpo de Sánchez ya no es la patria. Es su ruina.

Cuesta aludir al deterioro físico de Pedro Sánchez sin que se active el detector de incorrección política o la patrulla del buenismo. Como si la decadencia de un presidente no pudiera adquirir una expresión carnal. Como si el cuerpo del líder estuviera exento del desgaste, o fuera ajeno al relato político que él mismo ha querido construir desde el primer día: el del presidente atractivo, imperturbable, impecablemente peinado, bronceado incluso en las crisis. El presidente guapo como paradigma de la resiliencia nacional. Mr. Handsome como metáfora de la prosperidad de España.

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