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No es no
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El fecal general del Estado y el código rojo
Inocente o culpable, García Ortiz representa la degradación de las instituciones que Sánchez ha promovido con sus injerencias
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El guardián se ha convertido en reo. Y en esa inversión de papeles se resume el ocaso de un discurso político que todavía pretende llamarse regeneración. La fotografía basta: García Ortiz comparece en el banquillo. Y la imagen desploma en un segundo los sermones sobre transparencia, la liturgia hueca de una normalidad que Pedro Sánchez repite como conjuro. Normalidad: la palabra más inquietante de todas, porque se emplea para describir lo anómalo, para dar apariencia de orden a la profanación de las instituciones.
El fiscal general del Estado no está procesado por perseguir el fraude, sino por vulnerar derechos fundamentales. Esa es la clave del caso y la ruina de la propaganda. Se nos quiso vender la epopeya de un justiciero tributario, pero lo que en verdad se juzga es la utilización de información reservada para erosionar a un adversario político. García Ortiz no encarnó al fiscal, sino al militante. Y el Ministerio Fiscal se transformó en un comité de campaña.
De ahí la fianza de 150.000 euros. La cifra es elocuente porque resume la paradoja española: el novio de Ayuso, acusado de delito fiscal, podría sufragar su deuda con la indemnización impuesta al fiscal general. La Justicia ha alcanzado así el punto de mayor absurdidad. Kafka no necesitó inventar nada: bastaba con escuchar la lógica de este "proceso" para escribir la novela que lleva su nombre. Porque la maquinaria se ha devorado a sí misma, porque la víctima se confunde con el verdugo, porque el fiscal aparece como caricatura de lo que debía custodiar.
El esperpento no se limita a los autos. Se prolonga en la coreografía política. Sánchez proclamó en televisión la inocencia de García Ortiz, anticipando una absolución en prime time, transformando la entrevista en alegato defensivo. Y lo que podría parecer un gesto de confianza fue en realidad una instrucción. El fiscal permanece porque el Gobierno lo ordena. No resiste por orgullo, sino por obediencia. Su cargo no depende ya de la Justicia, sino de la conveniencia de la Moncloa.
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Los socios parlamentarios celebran la erosión del Estado. Les conviene el descrédito de las instituciones porque alimenta sus proyectos de demolición. No disimulan su indiferencia: la disfrutan. Saben que cada grieta les abre un pasillo. Y que la debilidad del Ministerio Fiscal, lejos de incomodarles, constituye el argumento de su conspiración.
La anomalía alcanza tintes grotescos en el propio escenario judicial. Porque el fiscal que representa a la institución ante la Sala de lo Penal del Supremo se ve obligado a pronunciarse sobre el caso de su máximo superior jerárquico. Es decir, el subordinado debe acusar —o defender de facto con su pasividad— al jefe que decide su carrera. Un conflicto de intereses tan palmario que en cualquier democracia sólida sería motivo inmediato de abstención y sustitución. Pero aquí se asume con naturalidad, como si fuera normal que el fiscal general del Estado se siente en el banquillo mientras un fiscal del Supremo, sometido a su autoridad orgánica, actúe en la causa.
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La escena evoca la tensión de Algunos hombres buenos, cuando Tom Cruise interroga a Jack Nicholson y le exige la verdad sobre el "código rojo". En la sala española no se trata de marines ni de disciplina castrense, pero la pregunta late con la misma crudeza: ¿ordenó usted el uso de información reservada para fines políticos? Y la paradoja es devastadora: el garante de la independencia comparece en calidad de acusado, mientras su subordinado actúa bajo la sombra del mismo organigrama que debería cuestionar.
La degradación se vuelve costumbre. Lo que debería ser un escándalo se convierte en paisaje. La Fiscalía se pudre a la vista de todos. Y lo que más duele no es la culpa o la inocencia de García Ortiz, sino la evidencia de que el prestigio de la institución ya no tiene remedio. La corrupción simbólica es más letal que la material: convierte en rutina la profanación, disuelve la confianza en la ley, empuja a los ciudadanos al descreimiento y al populismo.
Por eso la regeneración es ahora la palabra más cínica del vocabulario político. Porque se repite como consigna en el instante mismo en que se prostituye. Y porque la normalidad que proclama Sánchez es un eufemismo de la podredumbre. Lo normal es que el fiscal general esté en el banquillo. Lo normal es que permanezca en el cargo. Lo normal es que el presidente actúe de abogado defensor en televisión. Lo normal es que los socios celebren la debilidad del Estado. Lo normal es el descrédito.
De esa normalidad no se regresa. Ni una absolución podría borrar la profanación. El fiscal general pasará a la historia como caricatura de la ley. Y la ley como caricatura de sí misma.
El guardián se ha convertido en reo. Y en esa inversión de papeles se resume el ocaso de un discurso político que todavía pretende llamarse regeneración. La fotografía basta: García Ortiz comparece en el banquillo. Y la imagen desploma en un segundo los sermones sobre transparencia, la liturgia hueca de una normalidad que Pedro Sánchez repite como conjuro. Normalidad: la palabra más inquietante de todas, porque se emplea para describir lo anómalo, para dar apariencia de orden a la profanación de las instituciones.