Sánchez se da a la fuga de la Moncloa en plena crisis familiar
El refugio de la crisis gazatí se resiente de los escándalos de su hermano y su mujer, sin olvidar que sus discursos contra Trump en Nueva York contradicen todo lo que hace en España
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, pronuncia un discurso en la Universidad de Columbia, con motivo del Foro de Líderes Mundiales, en Nueva York. (Europa Press/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)
Pedro Sánchez ha pretendido encontrar en Nueva York la escapatoria de los escándalos domésticos. La ciudad del Hudson lo recibe como un profeta de la paz, un Mesías de Naciones Unidas, un agitador carismático que eleva la causa gazatí a un altar de moralidad universal. Allí, en la tribuna de la Asamblea General, se ilumina el estadista que en España se marchita, el líder cosmopolita que se siente destinado a grandes misiones porque lo aburren las mezquindades domésticas. A Sánchez lo encoge la política nacional, lo deprimen las inquinas de sus adversarios, lo irrita la “persecución” de los jueces. Prefiere refugiarse en Manhattan, proyectar una coreografía heroica, imaginarse candidato al Nobel de la Paz mientras sonríe en los pasillos como si ya se lo hubieran concedido.
Su regreso a Madrid será traumático porque el nepotismo identifica la degeneración del régimen y contraindica la reanimación coyuntural en que se había convertido su duelo megalómano con Netanyahu.
No había escenario más tentador que la ONU ni púlpito más apropiado para enunciar su visión mesiánica. La guerra de Gaza lo eleva a la condición de adalid internacional, no porque España haya interrumpido realmente sus vínculos militares con Israel, sino porque Sánchez ha convertido el embargo en una consigna retórica. En la tribuna de la ONU lo proclama con solemnidad, pero en la letra pequeña introduce una cláusula de salvaguarda que limita el alcance de la medida “en nombre del interés general”. La oratoria deslumbra; el compromiso se disuelve.
El contraste entre lo que Sánchez proclama en la tribuna internacional y lo que practica en su cortijo doméstico resulta flagrante. El presidente denuncia la erosión de los contrapoderes, advierte contra los líderes que subordinan a los jueces, insiste en la independencia de la prensa. Suena convincente en Nueva York porque el auditorio desconoce la deriva española: la ocupación obscena de la televisión pública, las querellas verbales contra los magistrados, la alquimia con la que se perpetúa en el poder. La ONU escucha a un Jefferson redivivo. España sobrelleva a un Maquiavelo provinciano.
Tampoco resiste escrutinio su alegato contra la xenofobia trumpista. Sánchez dramatiza en Nueva York los peligros de la intolerancia, las alambradas morales, la política de exclusión. Y sin embargo, su propia supervivencia parlamentaria se pacta con quienes promueven la pureza identitaria, con los supremacistas de Junts que consideran extranjeros a los españoles en Cataluña. La coherencia no importa cuando se dispone de un traductor simultáneo. Lo que en castellano es una cesión ruinosa, en inglés suena a universalismo progresista.
A Sánchez le estimula la causa palestina porque lo sitúa en un territorio moral incontestable. La masacre israelí le brinda la oportunidad de okupar la posición confortable del defensor de los débiles, del abogado de un pueblo sin Estado. Le permite esquivar los escándalos domésticos —las investigaciones judiciales, las corruptelas de allegados, las sombras familiares— y sublimar su papel en un relato mayor. España se convierte en una carga, Nueva York en una fuga. No viaja a la ONU para representar a su país, sino para huir de él.
Conviene recordar que el presidente siempre ha sido un escapista. La política española lo agota, el Parlamento lo sofoca, los medios nacionales lo interpelan con demasiada insistencia. En cambio, en la ONU, en Bruselas, en los foros climáticos, se reinventa como un apóstol de la humanidad, un reformador de organismos internacionales, un visionario que se sabe destinado a tareas planetarias. La incomodidad española se resuelve con la megalomanía global.
El Nobel de la Paz asoma como una broma de sobremesa, pero Sánchez se lo imagina en serio. No es difícil figurárselo ensayando el discurso de Oslo, evocando a su admirado Obama, proyectando su sombra sobre los muros de la gloria. El problema es que la política internacional no se alimenta de declaraciones, sino de compromisos. Y ahí, Sánchez se revela como un equilibrista incapaz de cortar el cordón umbilical con Israel, como un reformista a medias que nunca cruza la línea del sacrificio real.
El viaje a Nueva York es un carnaval diplomático, una representación teatral que le otorga la gloria que España le niega. Sánchez se exhibe en Naciones Unidas como un estadista global, mientras en su país no consigue articular una sola mayoría estable ni encajar la factura de sus pactos. Prefiere escuchar los aplausos de un auditorio lejano que enfrentar la decepción cotidiana de los españoles. En el fondo, a Sánchez lo cansa España, lo fatiga la política española y sabe que en “el extranjero” todavía no lo han desenmascarado.
La imputación de su hermano y el cerco judicial a su mujer han convertido la Moncloa en un escenario de sospecha permanente. No se trata de rumores ni de insinuaciones, sino de diligencias concretas que interpelan directamente al círculo íntimo del presidente y comprometen la neutralidad con la que debería afrontar los asuntos del Estado. La erosión del liderazgo no se explica ya solo en términos de desgaste, sino de proximidad tóxica: el apellido Sánchez ha dejado de ser un patrimonio para convertirse en una carga.
Los tribunales dibujan un horizonte envenenado porque desnudan la contradicción más incómoda: el gobernante que presume de transparencia y de regeneración se ve obligado a blindar a su propia familia frente a la acción de la Justicia. La cuestión no es únicamente legal, sino moral. ¿Cómo sostener la credibilidad internacional cuando en el ámbito doméstico la sospecha alcanza a los más próximos? El presidente, que en Nueva York invoca la independencia judicial como dogma democrático, en Madrid contempla cómo esa misma independencia amenaza con derrumbar el relato en que se había refugiado.
Pedro Sánchez ha pretendido encontrar en Nueva York la escapatoria de los escándalos domésticos. La ciudad del Hudson lo recibe como un profeta de la paz, un Mesías de Naciones Unidas, un agitador carismático que eleva la causa gazatí a un altar de moralidad universal. Allí, en la tribuna de la Asamblea General, se ilumina el estadista que en España se marchita, el líder cosmopolita que se siente destinado a grandes misiones porque lo aburren las mezquindades domésticas. A Sánchez lo encoge la política nacional, lo deprimen las inquinas de sus adversarios, lo irrita la “persecución” de los jueces. Prefiere refugiarse en Manhattan, proyectar una coreografía heroica, imaginarse candidato al Nobel de la Paz mientras sonríe en los pasillos como si ya se lo hubieran concedido.