Ante el colapso de la legislatura, el boicot de sus socios y los escándalos judiciales, el presidente convierte la superstición vitalicia en su último argumento de poder con todos los movimientos autocráticos para seguir en la Moncloa
Pedro Sánchez no se conforma con sobrevivir. Ha decidido perpetuarse. Como si la eternidad no fuera un problema teológico, sino una cláusula estatutaria del PSOE. En su última metamorfosis, el presidente ha dejado de fingirse estadista para proclamarse candidato eterno. La diferencia no es menor. Gobernar implica desgaste, negociar, someterse al control del Parlamento, incluso recibir de vez en cuando una bofetada electoral. La eternidad, en cambio, exonera de toda precariedad y convierte al socialismo en lo que Sánchez siempre ha creído que era: un apéndice de sí mismo.
Cuando Sánchez afirma haber pactado con el PSOE su porvenir, lo que en realidad confiesa es que el partido ha dejado de existir como sujeto colectivo. El PSOE es Sánchez. O peor aún: Sánchez es la hipóstasis de un PSOE reducido a su ego. Las siglas sobreviven como escenografía, como utilería. Sirven para poner un logotipo en los atriles y para que la militancia aplauda obediente. Pero la decisión está tomada: el candidato eterno no necesita de partidos, ni de contrapesos, ni de incómodos secretarios generales. Solo de sí mismo, y de la convicción de que nadie más que él puede salvar el país del abismo que él mismo ha excavado. Sánchez nos amenaza con la eternidad.
La ocurrencia no es inédita. Xi Jinping se ha concedido la licencia de gobernar hasta la muerte. Putin aspira a cumplir 150 años en el Kremlin, según los mismos médicos que certificaron la salud inquebrantable de… Brezhnev. Y Sánchez, en esta lógica adaptativa, no quiere que sus pretensiones vitalicias tropiecen con el pequeño obstáculo de la democracia. Bien podrá fugarse del Parlamento, blindarse de las preguntas, reducir el control de los jueces a una guerra de trincheras, pero no puede evitar el trance de las urnas.
Es ahí donde se extiende la paradoja. Sánchez observa más futuro que nunca justo cuando peor está. El colapso de la legislatura es un hecho. La extorsión de Junts se ha convertido en la norma. Podemos boicotea cada votación con la saña de un enemigo íntimo. Los escándalos judiciales cercan a su familia y a su entorno. Y, sin embargo, en lugar de prepararse para la retirada, Sánchez invoca la superstición de la política vitalicia. Su respuesta a la agonía no es el pudor, ni la autocrítica, ni el relevo, sino la promesa de la perpetuidad.
Lo alarmante no es que Sánchez aspire a la eternidad, sino que confunda la biología con la política. Se contempla en el espejo de los sátrapas como quien hojea un álbum familiar, persuadido de que las democracias mediterráneas admiten el mismo grado de manipulación que los autócratas euroasiáticos. No es que se crea eterno, es que se comporta como si el tiempo fuese un atributo de su voluntad. El problema del candidato perpetuo no son ya sus adversarios, sino la fatiga de las instituciones, expuestas a una erosión que no deja cicatrices, sino amputaciones.
La tradición ofrece espejos más literarios que políticos. Como Segismundo, el príncipe de La vida es sueño, Sánchez confunde la fragilidad de su prisión parlamentaria con la solidez de un trono. Como Macbeth, interpreta las profecías a su antojo y se persuade de que el bosque jamás avanzará sobre su castillo, aunque los árboles ya marchen desde Waterloo hasta Ferraz. Y como Tiberio, retirado en Capri pero obsesionado con gobernar por delegación, Sánchez acaricia la idea de que la eternidad se administra por relevos, como si bastara sobrevivir a cada crisis para hacer de la posteridad una rutina.
Conviene preocuparse. Porque la pregunta no es ya cuánto tiempo más sobrevivirá Sánchez, sino qué hará para conseguirlo. La respuesta no es tranquilizadora. ¿Más abuso institucional? ¿Mayor presión a los jueces? ¿La expansión industrial de la propaganda mediática? ¿El uso patrimonial de los recursos del Estado? Todo parece probable en un presidente que ha convertido la excepcionalidad en costumbre y la anomalía en norma. Lo que hace un lustro se consideraba una ruptura democrática —indultar a los socios golpistas, colonizar el Constitucional, utilizar RTVE como un aparato de agitación— hoy se ha normalizado como parte del paisaje.
El desenlace, sin embargo, no será épico. No habrá eternidad, solo el desgaste de un líder que confundió la supervivencia con la inmortalidad. No habrá candidato eterno, solo un presidente que se proclamó imprescindible en el momento exacto en que se volvía prescindible. La eternidad de Sánchez es la caricatura de su propia fragilidad. Y lo único eterno en su porvenir será la memoria de su empeño, ridículo y desesperado, por aferrarse a un tiempo que ya no le pertenece.
Lo tiene escrito Elias Canetti: todos los hombres creen que serán eternos, hasta que tropiezan con el espejo.
Pedro Sánchez no se conforma con sobrevivir. Ha decidido perpetuarse. Como si la eternidad no fuera un problema teológico, sino una cláusula estatutaria del PSOE. En su última metamorfosis, el presidente ha dejado de fingirse estadista para proclamarse candidato eterno. La diferencia no es menor. Gobernar implica desgaste, negociar, someterse al control del Parlamento, incluso recibir de vez en cuando una bofetada electoral. La eternidad, en cambio, exonera de toda precariedad y convierte al socialismo en lo que Sánchez siempre ha creído que era: un apéndice de sí mismo.