¿Y si el monstruo Abascal termina devorando a Sánchez?
A fuerza de cebarlo desde la Moncloa, el líder de la ultraderecha ha crecido mucho más de cuanto pensaba el presidente y se ha convertido en una gigantesca amenaza electoral que se nutre de la ambigüedad del PP
El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Víctor Lerene)
Pedro Sánchez ha cometido el error clásico de los demiurgos imprudentes: insuflar vida a Adán sin asumir el riesgo de la emancipación del monstruo. Así nació Vox, incubado en el laboratorio de la polarización, alimentado con transfusiones de indignación y miedo, y soltado al mundo como una bestia útil para dividir a la derecha. Sánchez no inventó a Abascal, pero le otorgó un propósito, un espejo, un enemigo perfecto, una dieta proteica y prometeica que se le ha desmadrado. Ya se sabe que los monstruos, una vez creados, no entienden de lealtades. Solo de apetito.
Sánchez creyó que podía jugar al aprendiz de brujo, mover el caldero de la confrontación y hacer del antagonismo su principal fuente de energía. Lo consiguió en 2023 con toda la negligencia contributiva del PP. La política española se convirtió en un espejo deforme, donde cada exceso justificaba el del contrario. Vox se radicalizaba porque Sánchez existía, y Sánchez se justificaba porque Vox ladraba. Una coreografía perfecta de odio simétrico, hasta que la criatura empezó a crecer más de lo previsto, y el creador comprendió que no siempre se puede controlar al fantasma que se invoca.
El doctor Frankenstein, en su grandilocuencia, solo aspiraba a crear un ser humano. Le salió un espejo grotesco de su propia ambición. A Sánchez le ha ocurrido algo parecido: de tanto dopar a Abascal, de tanto presentarlo como la encarnación del mal, ha terminado por conferirle una autoridad electoral que ni el propio Abascal sospechaba. Lo que empezó como un espantajo se ha transformado en un actor político con discurso incendiario, territorio fértil y músculo justiciero. Un Golem de barro que ha aprendido a hablar y a morder. Y que ya se desenvuelve fuera del hábitat institucional. Lo prueba el desacato al Rey en la fiesta nacional de este12 de octubre.
La paradoja es fascinante. Vox se alimenta del PP, como Sánchez deseaba. Cada voto que se escapa hacia Abascal es un obstáculo para la mayoría absoluta de Feijóo. Pero el cálculo diabólico empieza a volverse en contra. Porque el monstruo ha crecido tanto que ha modificado el ecosistema entero. Ha forzado a la derecha a endurecerse, sí, y a exponer su ambigüedad, pero también ha logrado que el bloque opositor, sumando a todos sus componentes, resulte hoy más voluminoso que el bloque "progresista".
Sánchez podría incluso ganar las elecciones apelando a la movilización. Lo difícil será gobernar, conseguir que le complazca la endemoniada aritmética. Porque la izquierda a su izquierda —Sumar, más que ninguno— se desangra en las encuestas, mientras que la adición del PP y Vox se propone en el umbral de los 200 diputados y define un escenario de desahucio en la Moncloa.
Sánchez continúa interpretando su papel con la serenidad de Fausto: el político que ha pactado con el diablo tantas veces que ya no distingue los rostros. Pactó con Bildu después de haber prometido lo contrario, pactó con Junts después de haber garantizado el arresto de Puigdemont. Y sería capaz de pactar con Vox a cambio suprimir los fueros, prohibir a ERC, sacarnos de la UE y generalizar la expulsión de los musulmanes. El sanchismo no se mide por su ideología, sino por su resistencia.
Prometeo robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. Sánchez robó el fuego del miedo para dárselo a los votantes. Y como en la tragedia griega, el castigo no llega por el crimen, sino por la soberbia. Por creer que podía manejar las llamas sin quemarse. Hoy, el monstruo devora el oxígeno del debate público, impone el tono, la agenda, la temperatura emocional. Y el creador, desde su despacho de la Moncloa, observa impotente cómo su criatura se pasea por las redes sociales con la soltura de quien se sabe inmortal. Incluso haciendo el ridículo este domingo a los pies del monumento de Blas de Lezo en Colón.
El fenómeno adquiere los síntomas de una venganza poética. De tanto invocar al enemigo, el enemigo se ha hecho necesario. De tanto caricaturarlo, ha adquirido una dimensión creíble. Vox ya no es el coco del sanchismo: es su criatura emancipada, su espejo deforme, su herencia política más envenenada. Y aunque el presidente aún confía en que el miedo al monstruo le salve de nuevo, empieza a percibir —como Fausto en su última escena— que la eternidad también se agota.
El problema de Sánchez no es la derecha. Es el desgaste del milagro. Su relato fundacional consistía en erigirse en muro contra la extrema derecha. Pero los muros, cuando se consolidan, terminan por encerrar a quien los levanta. Y en su afán de blindarse frente al "fascismo", Sánchez ha convertido a Abascal en el coprotagonista imprescindible de la política española. Un antagonista tan funcional que ya no necesita del PSOE para justificar su existencia.
Quizá el mito que mejor resuma la paradoja ya no sea el de Frankenstein, ni el de Fausto, sino el de Saturno devorando a sus hijos. Solo que aquí la imagen se ha invertido: son los hijos quienes devoran al padre. Abascal alimentándose del cuerpo político que lo engendró, igual que hacen los cuervos con quienes los crían pensando que son palomas mensajeras.
Pedro Sánchez ha cometido el error clásico de los demiurgos imprudentes: insuflar vida a Adán sin asumir el riesgo de la emancipación del monstruo. Así nació Vox, incubado en el laboratorio de la polarización, alimentado con transfusiones de indignación y miedo, y soltado al mundo como una bestia útil para dividir a la derecha. Sánchez no inventó a Abascal, pero le otorgó un propósito, un espejo, un enemigo perfecto, una dieta proteica y prometeica que se le ha desmadrado. Ya se sabe que los monstruos, una vez creados, no entienden de lealtades. Solo de apetito.