Sánchez podría disparar en la Gran Vía y no pasaría nada
Los escándalos de corrupción, Ábalos en cabeza, reaniman la impunidad del presidente del Gobierno en una fantasía demoscópica y mediática que se parece cada vez más a la realidad
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez interviene en la sesión del control al Ejecutivo. (EFE/Javier Lizón)
Donald Trump proclamó jactanciosamente que podría disparar a cualquiera en la Quinta Avenida y no perdería ni un voto. Se trataba de condensar la naturaleza de su poder: el hechizo de la impunidad, la hipnosis del fanatismo, la conversión de la política en un acto de fe. Pedro Sánchez podría disparar en la Gran Vía. No metafóricamente: en el cruce de Callao, frente al cine Capitol, con la bandera de la paz en la solapa y una sonrisa de telegenia celestial. Y lo más inquietante es que el último CIS legitimaría la iniciativa. Más crecen los escándalos del PSOE, más se amontonan las sombras judiciales, más se ensancha la ventaja electoral del presidente. Quince puntos sobre el PP. No hay corrupción que valga, ni sumarios que rasguen la piel de su estatua. La fe lo absuelve todo.
Ni siquiera el ingreso interruptus en prisión de Ábalos -o las eventuales condenas de su mujer y su hermano- alteraría el fervor de los conversos. Sánchez ha logrado invertir el principio de realidad: no importa lo que ocurre, sino cómo lo cuenta su aparato de propaganda. La televisión pública, sometida al dogma del líder, convierte la información en doctrina, el debate en homilía. El Estado se administra como una religión revelada. Y el hereje, como el periodista o el juez, es señalado desde el púlpito del Boletín Oficial.
De ahí que no sorprenda la empatía entre Sánchez y Trump en su encuentro de Egipto. No solo compartían la sonrisa impostada de los falsos profetas, sino también la misma biografía psicológica: la megalomanía, el narcisismo, el mesianismo. Ambos predican su propia divinidad mientras declaran la guerra a las instituciones que deberían limitar su poder. Ambos convierten el acoso a la prensa y a los jueces en un gesto de autoridad moral. Y ambos han logrado que sus fieles confundan la crítica con la traición.
La realidad se ha convertido en un espejo deformado. Los casos judiciales se acumulan como si fueran méritos. Las sospechas sobre Ábalos, sobre su entorno y sus derivaciones familiares, no erosionan el relato: lo santifican. Lo fascinante no es la habilidad con que Sánchez administra el relato, sino la docilidad con que lo consumen sus fieles. Hay en el sanchismo una pulsión religiosa, un entusiasmo teológico. La televisión pública ejerce de catecismo, los telediarios de liturgia. La propaganda se ha convertido en un sacramento cotidiano. Y frente a la iconografía del líder —esa sonrisa de porcelana, esa mirada que finge comprensión— los creyentes experimentan una suerte de éxtasis cívico. Como si el presidente no gobernara, sino que redimiera.
Se ha dicho que la política moderna consiste en gestionar las emociones. Sánchez lo ha entendido a la perfección: no persuade, seduce. No razona, promete. No responde, interpreta. Cada escándalo es un ataque de la ultraderecha. Cada crítica, una conspiración. Cada dato, un bulo. De ahí la paradoja: el Gobierno que presume de combatir la desinformación es, a su vez, el más eficiente productor de ficciones. La fábrica de bulos institucionales opera con precisión quirúrgica, reescribiendo los hechos, manipulando los titulares, degradando a los adversarios.
El enemigo, claro, es la ultraderecha. Un espantajo perfecto, una abstracción útil. Ya no importa si Vox existe o se disuelve: lo esencial es mantener viva la amenaza. Solo así se justifica el liderazgo mesiánico de Sánchez, solo así se legitima su monopolio de la virtud. Él no gobierna un país, lo salva. Y en ese escenario apocalíptico —la derecha acechando, la democracia en riesgo, el progreso amenazado—, cualquier abuso encuentra su absolución moral.
Hay algo casi poético en esa dialéctica de la salvación. Como si el presidente hubiera asumido el papel de un nuevo dios solar: omnipresente, infalible, autocomplaciente. Y como todo dios, rodeado de apóstoles. Los hay en el Congreso, en la televisión pública, en el Consejo de Ministros. El milagro consiste en que cuanto más se hunde el país en el descrédito político, más resplandece la aureola del líder.
El plan de Sánchez, por muy minucioso que parezca, se resiente del ensimismamiento y de la fantasía. Corre el riesgo de creerse su propio relato, confundiendo el telediario con el país y las adulaciones de su corte con el pulso de la calle. La realidad social, con sus humores cambiantes, con su irritación galopante, con la polarización exacerbada, nada tiene que ver con el holograma de bienestar que proyecta el aparato propagandístico. El país no está en trance, sino en fatiga. No vibra con los mantras de Moncloa, sino que sobrevive a ellos. Se diría que el presidente prefiere la ficción al espejo: se contempla cada mañana en el marco dorado de la televisión pública y encuentra un estadista donde solo queda un actor.
Ahí reside la gran paradoja del poder sanchista: su fuerza nace de una mentira que él mismo necesita creerse. Las encuestas de Tezanos no son instrumentos de análisis, sino de autosugestión. Son espejos mágicos, no termómetros. Si Sánchez creyera de verdad los sondeos del CIS —esa ventaja sideral, esa hegemonía sin fisuras— convocaría elecciones mañana mismo. Lo haría con el entusiasmo de quien camina sobre las aguas. Pero no lo hace. Y su prudencia delata lo que su soberbia disimula: que incluso los dioses, cuando se saben demasiado perfectos, temen despertar del sueño.
Donald Trump proclamó jactanciosamente que podría disparar a cualquiera en la Quinta Avenida y no perdería ni un voto. Se trataba de condensar la naturaleza de su poder: el hechizo de la impunidad, la hipnosis del fanatismo, la conversión de la política en un acto de fe. Pedro Sánchez podría disparar en la Gran Vía. No metafóricamente: en el cruce de Callao, frente al cine Capitol, con la bandera de la paz en la solapa y una sonrisa de telegenia celestial. Y lo más inquietante es que el último CIS legitimaría la iniciativa. Más crecen los escándalos del PSOE, más se amontonan las sombras judiciales, más se ensancha la ventaja electoral del presidente. Quince puntos sobre el PP. No hay corrupción que valga, ni sumarios que rasguen la piel de su estatua. La fe lo absuelve todo.