El Estado contra el Estado por la gracia de García Ortiz
Cuando el fiscal general se convierte en acusado, el sistema demuestra que ya no distingue los papeles y se confirma que Sánchez ha corrompido la dignidad de las instituciones
Álvaro García Ortiz se sienta en el banquillo del Supremo. (Europa Press)
El proceso contra el fiscal general del Estado define este lunes en el Supremo un trance ultrajante de la democracia, pero García Ortiz no está solo en el humilladero del banquillo. Lo acompaña la sombra de Pedro Sánchez, la obediencia jerárquica de su cargo, la costumbre del poder mistificado con la justicia.
"Alvarone" se sienta en el banquillo como acusado, aunque en realidad comparece como banderizo de la decadencia. No se trata de esclarecer si filtró un correo confidencial sobre la pareja de Isabel Díaz Ayuso, sino de constatar hasta qué punto el poder político ha colonizado las instituciones que debían vigilarlo.
El fiscal general, garante de la ley, se ha convertido en su instrumento. Su nombramiento respondió a la lealtad, no al mérito. Su gestión, a la conveniencia, no a la independencia. La Fiscalía ha pasado de ser un contrapeso del Ejecutivo a su prolongación natural. Y ese deterioro no empezó con García Ortiz, pero encuentra en él su punto de no retorno. Nadie discute ya la autonomía del ministerio público: se da por perdida. La cadena jerárquica se ha vuelto cadena de transmisión a conveniencia del interés monclovense.
El proceso adquiere una anomalía que bordea la farsa y penetra en la tragedia. Quien inquiere en la sala es, formalmente, un fiscal subordinado. El jefe en el banquillo. El inferior fingiendo no mirar a su superior. La justicia puesta del revés. En ese gesto de contención (el fiscal que calla para no ofender, el tribunal que simula distancia...) se resume el colapso institucional de una democracia que interpreta sus rituales como si fueran un auto de fe.
El fondo del asunto no es jurídico. Es político. El caso de García Ortiz se enmarca en la guerra contra Ayuso porque la fiscalía actúa como brazo instrumental del Gobierno. La filtración, verdadera o no, simboliza la tentación del poder de usar la ley como proyectil. No se trata de perseguir delitos, sino de neutralizar adversarios. Ayuso es el enemigo funcional, la coartada moral de un Gobierno que necesita antagonistas para justificar su autoridad. Y García Ortiz, consciente o ingenuo, se ha convertido en una pieza útil del tablero.
Resulta aún más grave que siga en su cargo. El mismo hombre que firma circulares sobre transparencia institucional comparece acusado de vulnerarla. El mismo que invoca la independencia se defiende invocando obediencia. Que el jefe de la Fiscalía esté procesado por revelar secretos demuestra que el sistema se ha rendido a su propio cinismo. Y que el Gobierno lo mantenga en el puesto, confirma que la impunidad no se perciba como escándalo sino como método.
Incluso si García Ortiz es inocente, ha forzado el sistema hasta el límite. Ha obligado a la justicia a juzgar al vértice de su propia pirámide. Ha expuesto la miseria de una institución donde nadie puede ejercer autoridad sin sospecha. Su proceso no demuestra la culpabilidad de un hombre, sino la fragilidad del Estado. La ley no protege al ciudadano frente al poder, sino al poder frente al ciudadano. Y la Fiscalía, atrapada entre su deber y su servidumbre, ha perdido el equilibrio moral que sostenía su legitimidad.
Nada reparará la fractura. Si el fiscal general es absuelto, la absolución sonará a indulgencia corporativa. Si es condenado, a sacrificio político. En ambos casos la justicia saldrá herida. Porque la cuestión ya no es si García Ortiz cometió un delito, sino si España conserva aún la capacidad de distinguir entre la legalidad y la conveniencia.
Este juicio, más que una causa penal, expone una radiografía del deterioro institucional. La demostración de que el poder se examina solo cuando se sabe impune. Que la justicia se invoca como liturgia, no como virtud. Que la independencia es una palabra de museo, un residuo del constitucionalismo romántico.
El fiscal general se sienta en el banquillo. Pero el acusado es el Estado. Un Estado fatigado, obediente, dispuesto a confundir la justicia con la disciplina. Un Estado que ha aprendido a absolverse a sí mismo antes de ser juzgado.
El proceso contra el fiscal general del Estado define este lunes en el Supremo un trance ultrajante de la democracia, pero García Ortiz no está solo en el humilladero del banquillo. Lo acompaña la sombra de Pedro Sánchez, la obediencia jerárquica de su cargo, la costumbre del poder mistificado con la justicia.