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El sanchismo degenera en una secta fanática
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Rubén Amón

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El sanchismo degenera en una secta fanática

Cuando más difieren los hechos de la realidad (interpretación de los casos Ábalos, Puigdemont y Salazar) más se radicaliza la adhesión al presidente y prevalece el mesianismo ciego

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el acto institucional por el Día de la Constitución. (Europa Press/Eduardo Parra)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el acto institucional por el Día de la Constitución. (Europa Press/Eduardo Parra)
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El sanchismo ha dejado de comportarse como una corriente política para adoptar la estética cerrada de una secta. No una secta exótica de túnicas blancas y rezos al amanecer (aunque tampoco faltan símbolos, liturgias y silencios) sino el arcaico modelo de devoción donde el líder sustituye al argumento y la fidelidad se alza por encima de la evidencia. Sánchez ya no pide adhesión racional: exige fe. Fe a prueba de contradicciones. Fe incluso cuando proclama que Ábalos era poco menos que una figura aleatoria del paisaje ministerial. Fe cuando se humilla ante Puigdemont para insuflar respiración asistida a una legislatura comatosa. Fe cuando el caso Salazar demuele desde dentro la cruzada feminista de La Moncloa, convertida en coartada ornamental. La clave no consiste en creer a pesar de todo, sino en creer precisamente porque todo desmiente al líder: ahí se consuma el rito de pertenencia. Y ahí se expone la virulencia de las redes sociales, la ferocidad que han emprendido los hooligans y los bots del santurrón, como antaño sucedió con Podemos y Vox.

La psicología sectaria funciona así: cuanto mayor es la disonancia entre relato y realidad, mayor es la necesidad de cerrar filas. La evidencia se vuelve traición. La duda, apostasía. El argumento, sabotaje. El seguidor no discute: milita. No razona: reza. El sanchismo ha alcanzado ese estadio de clausura mental donde la verdad se decide por aplauso interno y la crítica se procesa como ataque orquestado por una fuerza demonizada: el leviatán de ultraderecha. Ese monstruo abstracto permite justificarlo todo, desde la censura moral hasta el atropello institucional. Si el mundo se divide en Bien contra Mal, cualquier atropello se legitima en nombre del Bien.

La historia de las sectas ofrece un patrón inquietantemente reconocible. Jim Jones encerró a su comunidad en Guyana cuando el cerco exterior empezó a resquebrajar su autoridad. David Koresh se parapetó en Waco, convencido de que el asedio confirmaba su papel mesiánico. Shoko Asahara aisló a sus adeptos de toda influencia "impura" antes de lanzarles al delirio criminal. Charles Manson convirtió la paranoia en combustible identitario: contra el mundo entero o nada. Todos ellos encontraron en el bunker psicológico la garantía de supervivencia: mientras el líder mantuviera el control del relato interno, la realidad podía ser abolida por decreto.

El sanchismo replica esa lógica en versión institucional. Sin desierto ni fortaleza exótica, pero con platós, tertulias escoltadas por consignas, titulares que funcionan como salmodias. RTVE, transformada en aparato de culto, no informa: venera. La figura del líder se protege con un barniz hagiográfico constante, una exaltación sin fisuras donde cada gesto se presenta como genialidad estratégica y cada desmentido como prueba de su astucia superior. Nada ocurre sin reinterpretarse a favor del dogma. Si retrocede, es una maniobra. Si se humilla, es altura de miras. Si miente, es relato. El léxico se ha vuelto confesional: "resistencia democrática", "muro contra la reacción", "defensa de los valores". Palabras que, repetidas sin contenido, funcionan como mantra hipnótico.

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El caso Ábalos sintetiza mejor que ningún otro la mecánica sectaria. Durante años, pilar del sanchismo, ejecutor fiel, escudero omnipresente. De pronto, convertido en desconocido, en anécdota desvanecida, en una figura ajena y remota.

La negación no busca convencer: pretende imponer. Obligar a los adeptos a aceptar la reescritura instantánea del pasado como prueba suprema de fidelidad. No importa la evidencia audiovisual, documental o testimonial. Importa la sumisión al nuevo catecismo: lo que hoy dice el líder sustituye a lo que ayer ocurrió. Orwell en campaña electoral permanente.

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El episodio Puigdemont añade una dimensión sacramental: la humillación ritualizada como acto de expiación. El líder, tan dado a la épica antifranquista de salón, se inclina ante un prófugo para extender la vida artificial de su gobierno. Y la militancia aplaude la genuflexión como si fuera audacia histórica. Porque la secta no evalúa resultados: celebra la obediencia. No mide coherencias: festeja la permanencia. Gobernar ha dejado de ser administrar un país para convertirse en administrar una devoción.

Y cuando el caso Salazar deja en ridículo la cruzada feminista gubernamental, mostrando cómo el discurso moral choca contra prácticas internas turbias, la secta responde como siempre: no rectifica, redobla la fe. El escándalo no desacredita la narrativa, sino que exige una mayor exhibición de militancia. Más ira contra el enemigo, más señalamiento del discrepante, más reparto de certificados de pureza ideológica. La corrupción convierte el aire del PSOE en irrespirable, sí, pero la respuesta no es limpieza: es fanatismo reactivo. Cuando el edificio se llena de humo, los fieles cierran ventanas para no escuchar alarmas.

El fanatismo caracteriza la agonía del sanchismo. No la fortaleza. Ninguna secta se radicaliza en la plenitud: se bunkeriza cuando percibe el final. Es entonces cuando la propaganda se vuelve más agresiva, la disciplina más férrea y el culto al líder, más obsceno. No basta con apoyar: hay que creer. No basta con creer: hay que negar lo evidente. Y no basta con negar: hay que perseguir al hereje.

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El problema es que esta no es una secta privada encerrada en el desierto: gobierna un Estado. Y cuando la secta toma las instituciones, el daño deja de ser psicológico para transformarse en sistémico. La democracia, que exige duda, contraste y crítica, resulta incompatible con la fe obligatoria. Allí donde manda el dogma, muere el ciudadano. Y cuando la política degenera credo, ya no se vota: se comulga.

El sanchismo ha dejado de comportarse como una corriente política para adoptar la estética cerrada de una secta. No una secta exótica de túnicas blancas y rezos al amanecer (aunque tampoco faltan símbolos, liturgias y silencios) sino el arcaico modelo de devoción donde el líder sustituye al argumento y la fidelidad se alza por encima de la evidencia. Sánchez ya no pide adhesión racional: exige fe. Fe a prueba de contradicciones. Fe incluso cuando proclama que Ábalos era poco menos que una figura aleatoria del paisaje ministerial. Fe cuando se humilla ante Puigdemont para insuflar respiración asistida a una legislatura comatosa. Fe cuando el caso Salazar demuele desde dentro la cruzada feminista de La Moncloa, convertida en coartada ornamental. La clave no consiste en creer a pesar de todo, sino en creer precisamente porque todo desmiente al líder: ahí se consuma el rito de pertenencia. Y ahí se expone la virulencia de las redes sociales, la ferocidad que han emprendido los hooligans y los bots del santurrón, como antaño sucedió con Podemos y Vox.

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