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Adrián Jiménez Almodóvar: se caía en la película del Cid porque así pagaban más
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Adrián Jiménez Almodóvar: se caía en la película del Cid porque así pagaban más

Sofía relata la historia de su abuelo fallecido con "el maldito virus metido en los pulmones". Vamos a disputarle su nombre a la estadística y a ganárselo

Foto: Adrián y Luisa, sorprendidos en medio de una broma.
Adrián y Luisa, sorprendidos en medio de una broma.

“Buenas noches, te escribo este correo electrónico porque te sigo en redes sociales y he leído tu rebelión contra las estadísticas de los 'sin nombre', víctimas del coronavirus. Mi nombre es Sofía, tengo 27 años y soy de Madrid. Desde hace apenas dos meses vivo en Berlín. Mi abuelo se llama Adrián y es la persona más alegre que conozco. Hablo en presente porque falleció hace tres días con este maldito virus metido en los pulmones y yo aún no he podido despedirme de él. Ni físicamente, ni mentalmente. Y la verdad, no sé si quiero despedirme de la persona más estupenda del mundo”. Hola, Sofía. Vamos a disputarle ese nombre a la estadística, y a ganárselo.

Adrián Jiménez Almodóvar, nacido en El Pedernoso (Cuenca) en los “años del hambre”, trabajó desde los ocho años de vaquero. Era un niño duro, pero pasaba mucho miedo durmiendo al raso. Sin embargo, al relente de esa aurora de posguerra, el niño creció como un roble y se fue convirtiendo en mozo. A los 14 o 15 años conoció a María Luisa Castillo, con quien terminaría casándose el 12 de septiembre de 1964. Sofía dice que muchas veces les preguntaron, ella y su hermano Edu, dónde y cómo se habían conocido. Buscaban esa dosis de azúcar, épica y romanticismo del cotilleo, pero la abuela los despachaba con un sencillo: “De ir al campo a segar”. Y a mí me da por pensar que el milagro es, precisamente, esa ausencia de amores platónicos y serenatas. Familias enteras brotaron en España de los cruces de caminos más discretos. Si eso no es para escribirlo, que venga Dios y lo vea.

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Aquí no estamos, al fin y al cabo, para rescatar estrellas, sino para humanizar a los extras de la gran película de la historia. Adrián se desempeñó precisamente como extra en la superproducción que trajo a Sophia Loren y Charlton Heston a España para encarnar a nuestro Cid. Le daban más duros por hacer de soldado y caerse del caballo que por trabajar en la tierra, qué cosas tiene la vida. Pese a los batacazos, algo debía empujar a Adrián a subirse al escenario, porque también hizo teatro en las horas libres de la labranza. Siempre le contaba a Sofía aquella vez que actuó por la noche en Cuenca y luego se tuvo que volver a pata al pueblo y ponerse a trabajar sin haber dormido, y yo me pregunto cuántas de nuestras mejores gestas no habrán tenido que pagarse con el precio alto del trabajo de empalmada.

placeholder 'El Cid'.
'El Cid'.

Me pregunto también si no hubiera llegado Adrián tan lejos como Charlton Heston con una vida diferente, porque cuenta Sofía que, cuando iban por la calle y oía a alguien hablando en inglés, decía: “Ese pide un paraguas”. Y también que, cada vez que se levantaba por la mañana, se quedaba mirando a su mujer, se cuadraba como un soldado, y mientras pasaban los segundos se iba agachando, se le doblaban las piernas, le temblequeaban las manos, se derrumbaba por dentro, hasta que por fin decía la abuela, “descansen”, y descansaba.

Luisa siempre renegaba un poco de hacerle carantoñas a Adrián, y los nietos azuzaban al abuelo para que hiciera de galán y le diera un beso. Lo hacían en parte para ver ese cariño y también, supongo, para que ella se muriera un rato de vergüenza y risa al mismo tiempo. Pero que nadie se engañe, porque el amor se expresa de muchas formas: Sofía dice que muchas veces aparecían por casa riéndose de cosas que habían visto o comentado juntos, y también que, antes de quedarse dormidos, hablaban un buen rato en la cama. No se me ocurre otra forma de describir a una pareja bien avenida que esta.

"Mi abuelo se llama Adrián y es la persona más alegre que conozco. Hablo en presente porque falleció hace 3 días y yo no he podido despedirme"

Hay que anotar, sin embargo, que en esta familia no era todo paz y sosiego: Adrián era el único madridista en un clan de colchoneros. Edu, hermano de Sofía, fue muchas veces a ver un derbi con el abuelo. “Imagínate a un madridista, rodeado de atléticos, porque no se iban a sentar cada uno en una parte del estadio. Celebraba los goles en silencio”. Pero Adrián tenía claro lo que quería y no renunciaba a ello. Una vez, al salir del Bernabéu, entraron él y Edu a un restaurante de comida rápida. El nieto eligió una hamburguesa y el abuelo pidió un bocadillo de tortilla francesa. “Abuelo, aquí no hay de eso”, le decía Edu, descojonado de risa, pero Adrián estaba indignado y no lo podía entender. “¿Cómo es posible que no haya algo tan sencillo como un bocadillo de tortilla francesa?”. Así que llamo desde aquí a las cadenas de hamburgueserías americanas para que se pongan a batir huevos y que esto no vuelva a repetirse.

Su vena artística y bromista dio también como resultado la costumbre de recitar lo que él llamaba “entremeses”, y que en realidad eran poemillas burlones para los amigos. “Por ejemplo, un matrimonio muy cercano a mis abuelos se quería ir al pueblo a limpiar un verano, pero a la mujer se le rompió la dentadura. No sabían qué hacer, si ir al pueblo o no, y el abuelo les compuso un poema sin necesidad de papel y boli. La mujer, Rosa, se enfadó, pero la verdad que todos nos partíamos de risa. Un poema sobre un matrimonio agobiado porque no pueden ir a limpiar una casa del pueblo. Dime si hay algo más costumbrista”.

Su vena artística y bromista dio también como resultado la costumbre de recitar lo que él llamaba “entremeses”, que eran poemillas burlones

El matrimonio abandonó el campo y, como otros miembros de la familia, se largaron a Ibi, pueblo industrial de Alicante. Dice Sofía que llegaron allí en un tren sucio y destartalado y se instalaron en un piso compartido con tres familias más. “Mi abuelo encontró trabajo en la construcción, pero enseguida se colocó en una fábrica de juguetes”. En 1966 nació Maribel, la única hija del matrimonio, madre de Sofía y Edu. Se compraron su piso propio y años más tarde, trabajando mucho, construyeron una casa, pared con pared con su hermano, el tío Amalio. “Esa casa para mí es sinónimo de verano, de noches de Reyes, de juegos, de obras de teatro. Esa casa para mí es mi infancia; saber que hay un sitio donde todo está bien, donde ir si ocurre algo malo. Y, ¿por qué no decirlo? Esta idea de hogar se me ha destartalado un poco desde el miércoles. Y ahora solo quiero estar en esa casa”, dice Sofía.

Maribel, la hija de Adrián y Luisa, forma parte de esa generación que ha provocado tantas toneladas de orgullo en sus padres: la que, en el seno de familias humildes y trabajadoras, destinadas por la inercia de la historia a la esclavitud, consiguió sin embargo estudiar en la universidad gracias al trabajo duro de los padres y el impulso benéfico, hoy infravalorado, de la Transición. Maribel terminó de directora en un colegio de Madrid. Chúpate esa.

Por aquel entonces soltaban vaquillas en las fiestas, ella le preguntaba los nombres de las vacas y juntos bautizaban a todos los animales

El primer recuerdo que Sofía tiene de su abuelo es que la separaba mucho del suelo cuando la cogía en brazos: es decir, el vuelo. “Mi abuelo no era tan alto, la verdad”, dice refiriéndose a su estatura física, pero yo creo que sí lo era, refiriéndome a su estatura humana. Por aquel entonces soltaban vaquillas en las fiestas de Ibi y ella le preguntaba a su abuelo todos los nombres de las vacas, ¿y aquella grande, y aquella más pequeña?, y juntos bautizaban a todos los animales. Si no hace falta ser alto para esto, que alguien me lo explique.

También le contaba cuentos a Sofía. Todos empezaban siempre igual, “un perro y un conejo se encuentran en el campo y se hacen amigos, viene un lobo y no saben dónde esconderse”, y a partir de ahí Adrián inventaba historias fabulosas de perros, conejos y lobos que no eran otra cosa, sospecho, que máscaras suyas. “Nos hemos reído tanto, abuelo. Hace 15 días, sin ir más lejos, en el salón de casa. Edu y yo no paramos de pensar que estarás por ahí, hablando con alguien, haciendo amigos. Viendo el campo o inventándote bromas. Seguro que te estás riendo. Me voy a acordar mucho de ti”.

Ahora, Sofía, no serás la única que se acuerde de él.

“Buenas noches, te escribo este correo electrónico porque te sigo en redes sociales y he leído tu rebelión contra las estadísticas de los 'sin nombre', víctimas del coronavirus. Mi nombre es Sofía, tengo 27 años y soy de Madrid. Desde hace apenas dos meses vivo en Berlín. Mi abuelo se llama Adrián y es la persona más alegre que conozco. Hablo en presente porque falleció hace tres días con este maldito virus metido en los pulmones y yo aún no he podido despedirme de él. Ni físicamente, ni mentalmente. Y la verdad, no sé si quiero despedirme de la persona más estupenda del mundo”. Hola, Sofía. Vamos a disputarle ese nombre a la estadística, y a ganárselo.