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1934, Rumasa y el Estatuto Catalán
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José Antonio Zarzalejos

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1934, Rumasa y el Estatuto Catalán

De no haberse modificado la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (2/1979 de 31 de octubre) para acabar con el llamado recurso previo de inconstitucionalidad, quizás ahora

De no haberse modificado la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (2/1979 de 31 de octubre) para acabar con el llamado recurso previo de inconstitucionalidad, quizás ahora esta instancia de garantías no estuviera atravesando por una crisis de credibilidad que amenaza con ser definitiva. En 1985 se decidió suprimir la posibilidad de impugnar y paralizar las leyes antes de su entrada en vigor. Todos –incluyendo quien esto escribe—juzgamos la modificación como adecuada porque las normas del Parlamento quedaban demasiado expuestas al filibusterismo de la oposición de turno. Ahora reparamos en que quizás aquella reforma no fue acertada: el Estatuto de Cataluña ha causado estado sin estar contrastada su constitucionalidad, lo que propicia una situación fáctica, de hechos consumados.

Es en este contexto de dar por supuesto que el Estatuto resultaba intocable -desconociendo la jurisdicción del Tribunal Constitucional, ignorancia acrecentada por su culpable dilación- en el que se explica el inédito editorial de doce diarios catalanes que enajenan su singularidad para coincidir en una idéntica consideración de lo que es el sistema de garantías constitucionales, ejerciendo, bien que sutilmente y con un lenguaje sólo relativamente medido, una enorme presión sobre el TC. Ese editorial conjunto es un  error de estrategia porque, si los magistrados avalan el texto sometido a su enjuiciamiento, siempre podrá aducirse que lo hicieron bajo una gran presión mediática que anunciaba graves males para la convivencia nacional; y si, por el contrario, resisten esa presión y dictan una sentencia desfavorable al Estatuto, habrán sido esos diarios –y no los legítimos representantes de la sociedad catalana—los que se corresponsabilicen de eventuales, y ahora muy verosímiles, comportamientos inasumibles desde una punto de vista de la legalidad constitucional.

En todo caso, quedará la duda de si esa iniciativa editorial conjunta –que se permite denominar al TC como “cuarta Cámara”— representa una manera de manipulación colectiva. Porque es evidente que el editorial de los doce periódicos catalanes, pone al Estado en situación de emergencia tanto por lo que  texto dice como por lo que sugiere. Y, al ser respondido por los de otras comunidades (especialmente, editados en Madrid), de forma lógica y previsible, ha abierto, de nuevo, un indeseable distanciamiento emocional y efectivo entre la ciudadanía española.

Sea cual sea la sentencia que dicte el TC –y parece que sería desfavorable a aspectos cruciales del estatuto catalán-, la dilación en dictar la resolución (tres años) ha permitido, por una parte, que se filtren las maniobras del Gobierno y sus presiones sobre el Alto Tribunal, y por otra, que determinada izquierda jurídica y el nacionalismo catalán desposea al futuro fallo de cualquier valor esgrimiendo argumentaciones endebles (falta de competencia sobre leyes orgánicas refrendadas, por ejemplo, tesis que compran los periódicos catalanes) y, en fin, que haya quedado de manifiesto que la presidenta del Tribunal, María Emilia Casas, tanto por su propia opinión como por conveniencias del Ejecutivo de Zapatero y del tripartito catalán, haya abdicado del cumplimiento de sus obligaciones.

Los incumplimientos de la Presidenta

Corresponde a la presidenta del TC, nombrada de entre los doce magistrados que lo forman, la representación del mismo y la convocatoria y presidencia de sus Salas y la adopción de “las medidas precisas para el funcionamiento del Tribunal (…)”, entre otras misiones que señala explícitamente el artículo 15 de su ley reguladora. Por lo tanto, la magistrada Casas debía haber cambiado a la ponente –Elisa Pérez Vera—cuyas tesis favorables al Estatuto no están prosperando; someter a votación una nueva ponencia elaborada con los criterios mayoritarios y, especialmente, denunciar cualquier tipo de presión. Todo menos lo que ha hecho: sostener públicamente que es preciso un cambio en la Constitución porque ya no responde a la realidad social y política española.

Eso ya lo sabemos, pero su obligación consiste en que el TC se comporte con diligencia y autenticidad, como “el intérprete supremo de la Constitución” siendo “independiente de los demás órganos constitucionales” (artículo 1º de la ley orgánica del TC). No lo ha hecho. Entre otras cosas porque se ha empeñado, sin conseguirlo, en conformar una mayoría “progresista” que avale en lo fundamental el Estatuto y, alternativamente, otra “centrista” que procure una sentencia interpretativa con un grado de ambigüedad suficiente para que de este asunto no salga calcinado el Gobierno de Rodríguez Zapatero y el tripartito catalán. María Emilia Casas, además, no quiere hacer uso –le da pavor—de su voto de calidad en caso de muy improbable empate. En último término es ella –y desde el mayor respeto y consideración escribo estas líneas—a la que corresponde asumir la grave responsabilidad del desapoderamiento social y político que sufre el Tribunal Constitucional.

No es cierto que haya ley que escape a la jurisdicción del TC (“conocerá del recurso y de la cuestión de inconstitucionalidad contra leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de ley” dice el artículo 2.1.a de su ley orgánica, sin establecer excepción alguna); tampoco es cierto que una ley refrendada no pueda ser sometida a contraste de legalidad constitucional; el concepto que se aduce para eximir al Estatuto catalán del enjuiciamiento del TC (formaría parte del llamado “bloque de constitucionalidad”) no existe más que a nivel de debate jurídico, pero no es una categoría normativa y, por fin, esgrimir, como se ha hecho, que faltan dos magistrados de los doce (uno, fallecido; otro, recusado) y que esa circunstancia impide la plenitud decisora del TC, es igualmente un elucubración interesada.

Recuerdo de la insurrección de 1934

De lo que se sabe con suficiente certeza, el Estatuto catalán no pasaría, en el criterio de seis de los diez magistrados, determinados controles: Cataluña no puede definirse como nación (esta categoría está reservada para España en la Constitución); en consecuencia no podría disponer de “símbolos nacionales” y tampoco el deber de conocer el idioma catalán se mantendría en pie, ya que semejante obligación sólo la puede imponer la Constitución y no lo hizo en 1978.

A partir de ahí, como en cascada, podrían caer muchos artículos del larguísimo texto catalán y, en consecuencia, provocarse una situación política inmanejable que arruinaría –más aún—al Ejecutivo nacional y sublevaría a las fuerzas políticas catalanas socialistas y nacionalistas. Un enorme problema, que, con el tiempo de disputas, presiones, especulaciones, filtraciones…se ha ido materializando por la vía de dejar al TC hecho unos zorros ante la opinión pública y publicada, recorriéndose así un trecho más en el desmantelamiento del Estado constitucional –unitario y autonómico—que se pactó en 1978. Regreso al principio: véase el editorial conjunto de los periódicos catalanes para subrayar la certeza de este diagnóstico tan pesimista.

En el colmo de la exasperación con que los nacionalistas están acogiendo esta situación desfavorable al estatuto y en el colmo también de la irresponsabilidad con la que el TC está siendo amedrentado, un magistrado próximo a CiU se habría permitido el lujo de recordar a sus compañeros los sucesos de 1934 cuando la instancia de garantías constitucionales de la II República rechazó la ley de la Generalidad catalana sobre Contratos de Cultivo. Sabido es que en ese año se proclamó por Lluís Companys “el Estado catalán” desde el palacio de San Jaime, infligiendo al régimen republicano un herida de tal gravedad que ya no pudo recuperarse.

El antecedente de Rumasa

El 23 de febrero de 1983, siendo ministro de Hacienda y Economía Miguel Boyer, el Gobierno socialista, mediante Decreto-ley, expropió Rumasa a José María Ruiz Mateos. El grupo de Alianza Popular interpuso un recurso de inconstitucionalidad, que rechazado por el voto del entonces presidente del TC, Manuel García Pelayo, resultó todo un escándalo. Nombrado en 1980 presidente del Alto Tribunal, el insigne jurista que pasó buena parte de su vida en el exilio, recibió las más fieras críticas a una decisión –la suya—que contravenía sus propias tesis académicas. Harto y desencantado, dimitió de su cargo en 1986, cuando le faltaban tres de mandato, y regresó a Caracas, donde murió en 1995. Manuel García Pelayo, con su voto de calidad, salvó al joven Gobierno de Felipe González de una crisis de consecuencias entonces incalculables, pero se suicido política y profesionalmente.

De aquella crisis, mal que bien, el TC salió adelante aunque tocado del ala. De estas segunda crisis, será difícil que, sea cual sea el fallo su fallo sobre el Estatuto catalán, salga sin daños ya irreversibles. Median entre ambas situaciones un cuarto de siglo, pero la memoria del Gobierno y de la Presidenta y magistrados del TC flaquea. Por eso, en España, la historia suele repetirse. Esperemos que las reacciones que se están fraguando  en Barcelona en previsión de una sentencia contraria al Estatuto –“cumbre de partidos”; consultas populares sobre la independencia catalana el 13 de diciembre en diversas localidades; plante ante la legalidad constitucional— no nos retrotraigan a la época infeliz de Lluís Companys.

Sí, efectivamente, me refiero a un nuevo y tuneado 1934, pero representado con los modos y maneras de 2009. ¿O es que hay duda de la crisis del Estado español erigido en la Constitución de 1978 no está directamente relacionada con la sempiterna “cuestión nacional”? El gran problema de los españoles ha sido, desde el siglo XIX, encontrar la fórmula para saber cómo vivimos juntos y en armonía. Me apunto a Ortega: él cinceló en 1932 el concepto de la “conllevancia”. Tenía razón: la clave consiste en conllevarnos sensatamente. Seguimos sin conseguirlo. Y semejante incapacidad puede pasarnos una muy cara factura.

De no haberse modificado la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (2/1979 de 31 de octubre) para acabar con el llamado recurso previo de inconstitucionalidad, quizás ahora esta instancia de garantías no estuviera atravesando por una crisis de credibilidad que amenaza con ser definitiva. En 1985 se decidió suprimir la posibilidad de impugnar y paralizar las leyes antes de su entrada en vigor. Todos –incluyendo quien esto escribe—juzgamos la modificación como adecuada porque las normas del Parlamento quedaban demasiado expuestas al filibusterismo de la oposición de turno. Ahora reparamos en que quizás aquella reforma no fue acertada: el Estatuto de Cataluña ha causado estado sin estar contrastada su constitucionalidad, lo que propicia una situación fáctica, de hechos consumados.