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Una sentencia escalofriante: arbitrariedad y totalitarismo
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José Antonio Zarzalejos

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Una sentencia escalofriante: arbitrariedad y totalitarismo

La izquierda que venera a Baltasar Garzón como un icono de las libertades públicas debe leer urgentemente y con sosiego la sentencia de la Sala Segunda

La izquierda que venera a Baltasar Garzón como un icono de las libertades públicas debe leer urgentemente y con sosiego la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, meditarla, y acto seguido, descatalogar al ya ex magistrado de la nómina de sus personalidades de referencia. Porque siete –sí, siete— magistrados de distintas afecciones ideológicas, tanto progresistas como conservadoras, asumen de forma indubitable que Garzón perpetró con sus resoluciones de 19 de febrero y 20 de marzo de 2009, un delito de prevaricación en concurso con otro de violación de las garantías constitucionales al vulnerar el derecho a la defensa, el derecho al secreto profesional de letrados y el derecho a la intimidad de abogados defensores e internos encausados por la trama Gürtel, al ordenar sin justificación alguna la intervención de las comunicaciones entre estos y aquellos.

Los setenta folios en los que los magistrados justifican la sanción de 11 años de inhabilitación a Garzón, la pérdida definitiva del cargo que ostenta y de los honores que le son anejos, y le incapacita para obtener durante el tiempo de condena cualquier empleo o cargo con funciones jurisdiccionales o de gobierno dentro del poder judicial o fuera de él, debiendo, además, pagar las costas procesales incluidas las de las acusaciones particulares, constituyen una sentencia verdaderamente escalofriante porque desvela la arbitrariedad y el totalitarismo (sic) con los que actuó el acusado a criterio –extensamente argumentado— de sus juzgadores.

La resolución del Supremo se basa en los siguientes ejes argumentales: 1) No existió indicio alguno de actuación criminal contra los letrados defensores escuchados; la grabación de las escuchas se impuso “antes de conocer la identidad de los letrados” que fueron nombrados con posterioridad a las resoluciones prevaricadoras 2) por ello “el Estado de derecho se vulnera cuando el juez, con el pretexto de aplicación de la ley, actúa bajo su propia subjetividad concretada en una forma de entender la cuestión a resolver, y prescindiendo de todos los métodos de interpretación admisibles en derecho, acogiendo un significado irracional de la norma, sustituyendo así el imperio de la ley por un acto contrario de mero voluntarismo” de tal manera “que la decisión cuestionada no puede ser explicada mediante ninguna interpretación razonable efectuada con los métodos usualmente admitidos en derecho,  y 3) el derecho de defensa no puede suspenderse ni siquiera en los casos de excepción o de sitio porque forma parte de la estructura del justo proceso penal.

En base a esos criterios fundamentados en los hechos que considera probados, el Supremo juzga que la decisión de Garzón “no se trata de una interpretación errónea de la ley, sino de un acto arbitrario, por carente de razón, que desmantela la configuración constitucional del proceso penal como un proceso justo” y, palabras gravísimas del más alto órgano jurisdiccional del Estado, que hay que reproducir porque son la esencia de la sentencia: “…el acusado causó con su resolución una drástica e injustificada reducción del derecho de defensa y demás derechos afectados anejos al mismo, o con otras palabras, como se dijo ya por el instructor, una laminación de esos derechos(…) admitiendo prácticas que en los tiempos actuales sólo se encuentran en los regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para obtener la información que interesa, o se supone que interesa, al Estado, prescindiendo de las mínimas garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en meras proclamaciones vacías de contenido. La resolución es injusta, pues, en tanto que arbitrariamente restringe el derecho de defensa de los imputados en prisión, sin razón alguna que pudiera resultar mínimamente aceptable”.

El carácter de escalofriante con el que me he permitido adjetivar la sentencia es proporcional a la severidad e importancia de los juicios que emite el Tribunal Supremo después de desarbolar punto por punto la defensa del Baltasar Garzón, que queda descalificado de manera rotunda y unánime por la Sala Segunda en un ejercicio juzgador que es depurativo para el sistema jurisdiccional español. Porque esta resolución –que podría intentar recurrirse en amparo—tiene también una finalidad evidente: volver a teorizar, desde las plenas garantías constitucionales, el proceso penal cuya integridad se ha venido deteriorando con instrucciones –como las de Garzón— atentas a los focos mediáticos, al servicio, en ocasiones, de intereses de sectores o grupos políticos o de otra naturaleza, a veces caprichosas y, en muchas ocasiones, dirigidas por jueces que han parecido situarse por encima del bien y del mal.

En el concreto caso de Baltasar Garzón –tanto por esta causa como por las otras dos que tiene pendientes— da la impresión de que el hombre se superpuso al magistrado; la figura notoria, al funcionario; la discreción a la vanidad; el conveniente anonimato del juez a la sobreactuación pública y publicada, y el sesgo partidista a la asepsia política. Garzón cruzó en este caso –y puede que en otros— ese umbral que delimita la justa severidad del juez con la arbitrariedad y confundió el ponderado ejercicio de las facultades jurisdiccionales con un desbordamiento de sus poderes que, en criterio del Tribunal Supremo, nos remiten a “regímenes totalitarios”.

Con la sentencia que aparta a Garzón de la judicatura, “el hombre que veía amanecer”, el magistrado imbuido de una misión salvífica y hercúlea, la esperanza de todos aquellos que se aglutinaron en torno a él más por intereses sectarios que por afán de justicia, se convierte en un capítulo pasado de nuestra reciente historia. Nace, eso sí, un nuevo Garzón, que dentro y fuera de España, en alianza con determinadas personas, movimientos y corrientes de opinión, se convertirá en minarete de descalificación de la democracia española y de su más alto órgano jurisdiccional.

Si como juez Garzón ha cometido arbitrariedades como las que el TS ha sentenciado, como personalidad empapada ya de criterios ideológicos puede llegar, me temo, a extremos incalculables. Más aún si determinada izquierda, en vez de reflexionar, apela a las vísceras y se lanza a un agip-prop del que ha dado muestras zarandeando la reputación del Tribunal Supremo y de nuestra propia democracia.

La izquierda que venera a Baltasar Garzón como un icono de las libertades públicas debe leer urgentemente y con sosiego la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, meditarla, y acto seguido, descatalogar al ya ex magistrado de la nómina de sus personalidades de referencia. Porque siete –sí, siete— magistrados de distintas afecciones ideológicas, tanto progresistas como conservadoras, asumen de forma indubitable que Garzón perpetró con sus resoluciones de 19 de febrero y 20 de marzo de 2009, un delito de prevaricación en concurso con otro de violación de las garantías constitucionales al vulnerar el derecho a la defensa, el derecho al secreto profesional de letrados y el derecho a la intimidad de abogados defensores e internos encausados por la trama Gürtel, al ordenar sin justificación alguna la intervención de las comunicaciones entre estos y aquellos.