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España, del capitalismo católico al protestante
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José Antonio Zarzalejos

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España, del capitalismo católico al protestante

Desde que Max Weber escribiera a principios del siglo pasado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, parece muy claro -pese a los detractores de

Desde que Max Weber escribiera a principios del siglo pasado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, parece muy claro -pese a los detractores de esta tesis, que los hay- que el funcionamiento capitalista de las sociedades mayoritariamente católicas (España, Italia, Portugal y buena parte de Francia) es mucho menos eficiente que el de las protestantes en general y las calvinistas en particular. No es una casualidad que el liderazgo germánico se corresponda con un país luterano, puritano, en el que el trabajo y el esfuerzo personales constituyen un don y nunca un castigo bíblico. Muy por el contrario, en los países católicos, el trabajo no deja de ser una penosa necesidad para sobrevivir. Son dos perspectivas diferentes. De las que se deducen consecuencias extraordinarias. La ética calvinista ensalza la individualidad, el mérito de cada persona y la justicia de que cada cual se labre su suerte. No se socializa ni el éxito ni el fracaso. Cada cual debe salir de su propio atolladero con el sudor de su frente y aquel que no lo consigue deberá asumir la pobreza. El despilfarro se proscribe, pero la ganancia legítima se aplaude y la excelencia se enaltece. En las sociedades católicas, ocurre todo lo contrario: se socializa frecuentemente la mediocridad, se recela del éxito individual y la riqueza se atribuye más al latrocinio que al empeño honrado en el trabajo o en los negocios.

Estas sociedades tan dispares, se han organizado de manera también muy dispar. Mientras los países del sur -católicos- han hecho del gasto público y de la universalización de los servicios a costa del erario público -con bajos impuestos- un auténtico dogma, los del norte, protestantes, han sido restrictivos en el disfrute de las prestaciones sociales y se han financiado con cargas fiscales elevadísimas. La socialdemocracia sueca, icónica en el siglo pasado, era verdaderamente modélica, pero muy estricta: Estado de bienestar pero soportado por una carga impositiva sustancial y sólo para los que contribuían a sostenerlo. Europa dispone hoy de dos realidades: la del norte, más estructurada, con una crisis más amortiguada y con movimientos de extrema derecha reactivos a la emigración; y el sur, en crisis recesiva profunda y con Estado arruinados.

Migramos a una sociedad capitalista en la que va a primar el individuo sobre la colectividad. Un giro copernicano que la crisis económica acelera porque la sostenibilidad del Estado del bienestar establece unas exigencias incompatibles con las gestiones frívolas de los políticos meridionales

La presión de las llamadas reformas estructurales sobre los países rescatados -nótese el catolicismo de Irlanda, que proporciona identidad histórica al país- y sobre Italia y España tiene origen en la sensación de malestar que provoca en el norte del Continente la forma de conducirse -y de lamentarse- del ciudadano de la periferia europea. Los recortes y la obsesión por el déficit se originan igualmente en una mentalidad muy disciplinada sobre el equilibrio entre el ingreso y el gasto, y la necesidad del ahorro, así como del imperativo del esfuerzo personal.

El turismo sanitario procede de países ricos que no ofrecen gratuitamente determinadas prestaciones a sus nacionales -tienen duros sistemas de copago- y que en España encuentran un auténtico paraíso. Hasta que se adoptaron medidas para impedir el abuso. Ahora el Gobierno ha arbitrado otras adicionales que son correctas. También ha restringido la universalidad de la sanidad en unos términos aceptables, incluso, generosos para países calvinistas del norte o Estados Unidos. Las medidas de copago de transportes sanitarios no urgentes, contribución al coste de prótesis, exclusión de medicamentos menores y el copago farmacéutico incrementado, y otras medidas en órdenes distintos -mayor número y cuantía de tasas universitarias y otros servicios-, no sólo responden a una necesidad de ingresos para financiar esas prestaciones, sino que están tratando de corregir la mentalidad socializadora -católica- hacia otra más estricta, exigente e individualista que es la protestante, especialmente calvinista.

Por la misma razón que en determinados países democráticos -véase la dimisión del presidente de la República Federal de Alemania, o el impacto en la carrera de notables políticos de un desliz de carácter sexual- el umbral de exigencia ética es muy alto hacia sus políticos, lo es también el de exigencia a los ciudadanos, de tal manera que se produce una retroalimentación que establece mecanismos recíprocos que equilibran el ejercicio de las facultades públicas con los poderes de fiscalización ética de la ciudadanía. Eso no ocurre en España, ni en Italia, ni siquiera en Francia o en Portugal. Pertenecemos a dos galaxias morales diferentes, a dos modelos distanciados de criterios e imperativos éticos. Y la partida, guste o no, la están ganando los discípulos del calvinismo que, reactivamente, engrosan en los países del norte europeo cada vez más formaciones políticas situadas en la llamada extrema derecha (Noruega, Suecia, Holanda, Finlandia, Austria…).

Migramos a una sociedad capitalista en la que va a primar el individuo sobre la colectividad. Un giro copernicano que la crisis económica acelera porque la sostenibilidad del Estado del bienestar establece unas exigencias incompatibles con las gestiones frívolas de los políticos meridionales y la irresponsabilidad colectiva que tantas veces hemos padecido. Y es que las creencias religiosas, decantadas en el patrimonio cívico como valores de referencia, son decisivas e inevitables. Y actúan como la ley de la gravedad: no se tocan pero existen. Un efecto más de la gran recesión. En su último ensayo, La civilización del espectáculo, Vargas Llosa, aborda este asunto y constata este abismo con una expresión rotunda: “La Iglesia y el capitalismo, nunca se han llevado bien. Les chocará a algunos, pero es, simplemente, la verdad. Y por razones muy distintas a las que aduce la izquierda”.

Desde que Max Weber escribiera a principios del siglo pasado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, parece muy claro -pese a los detractores de esta tesis, que los hay- que el funcionamiento capitalista de las sociedades mayoritariamente católicas (España, Italia, Portugal y buena parte de Francia) es mucho menos eficiente que el de las protestantes en general y las calvinistas en particular. No es una casualidad que el liderazgo germánico se corresponda con un país luterano, puritano, en el que el trabajo y el esfuerzo personales constituyen un don y nunca un castigo bíblico. Muy por el contrario, en los países católicos, el trabajo no deja de ser una penosa necesidad para sobrevivir. Son dos perspectivas diferentes. De las que se deducen consecuencias extraordinarias. La ética calvinista ensalza la individualidad, el mérito de cada persona y la justicia de que cada cual se labre su suerte. No se socializa ni el éxito ni el fracaso. Cada cual debe salir de su propio atolladero con el sudor de su frente y aquel que no lo consigue deberá asumir la pobreza. El despilfarro se proscribe, pero la ganancia legítima se aplaude y la excelencia se enaltece. En las sociedades católicas, ocurre todo lo contrario: se socializa frecuentemente la mediocridad, se recela del éxito individual y la riqueza se atribuye más al latrocinio que al empeño honrado en el trabajo o en los negocios.

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