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Ni Franco, ni Bárcenas: una obscenidad
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José Antonio Zarzalejos

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Ni Franco, ni Bárcenas: una obscenidad

El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte se ha distinguido en su política exterior por adelgazar sus principios y engruesar sus intereses.

El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte se ha distinguido en su política exterior por adelgazar sus principios y engruesar sus intereses. Se dirá que lo hacen todos los Estados. Cierto. Pero unos más que otros. Y los británicos se han caracterizado por emplear argumentos de gran urbanidad y de enorme cinismo. El caso de Gibraltar -y en, otra medida, las islas Malvinas, aunque son asuntos no sólo distantes sino también distintos- es de una obscenidad política extraordinaria. Porque más allá de que hace 300 años la instalación de la paz en el tratado de Utrech confiriera a Inglaterra derechos territoriales tanto en el Peñón como en Menorca (recuperada luego para la soberanía española) a cambio de que Felipe V y los Borbones se hiciesen con el trono español tras la Guerra de Sucesión -una guerra de dinastías-, lo cierto es que desde Londres no sólo se ha negado cualquier alteración de un statu quo anacrónico, sino que se ha consolidado y extendido su posición allí mediante la política de hechos consumados. Se ha ocupado el istmo, se han ampliado unilateralmente las aguas jurisdiccionales y, lo que es más grave, se ha convertido Gibraltar en un espacio en el que se asume con la mayor naturalidad el contrabando y el amparo al fraude financiero y fiscal.

Si Margaret Thatcher envió la Armada británica contra los argentinos ocupantes de las Malvinas fue porque en Buenos Aires gobernaba una odiosa Junta Militar que lanzó a su pueblo a una aventura improbable y luego desastrosa para excitar el patriotismo y tratar de legitimarse en un poder con el que los milicos arramplaron mediante la opresión y el crimen. La premier británica fue la causa de que entre abril y junio de 1982, los uniformados de Buenos Aires terminasen por pegarse un tiro en la patilla.

No es Franco, no es Bárcenas. Es la inmoralidad de Gibraltar amparada en coartadas historicistas, decisiones fácticas ilegales envueltas todas en un cinismo que tiene mucho de taimado y otro tanto de pendenciero. Una combinación muy británica: los hooligans son perfectamente compatibles con los interminables y mecánicos sorry, expresión de modales que no se les cae de la boca a los británicos

Salvando las distancias que se quieran, el Reino Unido ha vivido en Gibraltar a sus anchas y de la mejor manera “contra Franco”. El “Gibraltar español” se presentó como el agit-prop de la dictadura española de 1939-1975, pese a que la diplomacia española no dejó de obtener algunas e importantes bazas que luego fueron seguidas, con demasiada timidez, por gobiernos plenamente democráticos. La reivindicación de que el Peñón estuviese seriamente en la agenda bilateral de España y Gran Bretaña ha sido constante. Los gobiernos británicos jamás han aceptado la interlocución, parapetándose -con esa su cínica urbanidad política- en un pretendido derecho de autodeterminación de unos ciudadanos que ellos tratan y consideran como de segunda categoría política.

Y se han hecho fuertes con baladronadas. La última es de calibre: crear una escollera con bloques de hormigón (han lanzado setenta) con enrejados puntiagudos y cortantes de barras de hierro que impedirán la pesca en una zona de la bahía de Algeciras en detrimento de la economía española. Lo han hecho sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Como siempre se han comportado. La respuesta a este desafuero medioambiental, económico y político por parte del Gobierno español es más que razonable, hay que sostenerlo en el tiempo y llevarlo a las instancias internacionales que nos resulten menos arriesgadas y más receptivas.

Y hay que deshacer dos graves infundios que la prensa londinense -tanto la seria como la amarilla, ambas de estricta ortodoxia nacionalista-  esparcen sin que nuestra tradicional tosquedad y perplejidad comunicacional permita atajar la especie. De un lado, los medios británicos recuerdan que el Gobierno de Rajoy se comporta como el de Franco (y es que contra Franco, insisto, el Peñón británico era un chollo) lo cual es de una estupidez supina; de otro lado, se desliza la insidia de que Rajoy y su ministro de Exteriores se han montado este conflicto para desviar la atención sobre el escándalo provocado por ese trujimán de Bárcenas. Saben que confunden la velocidad con el tocino, es decir, que mienten, pero necesitan una coartada para legitimar sus tropelías. Y sus tropelías en Gibraltar no sólo ofenden a España sino a la comunidad internacional. Son de una obscenidad auténticamente procaz y más aún amenazar con “medidas sin precedentes” contra España por responder con mera y contenida proporcionalidad a la hostilidad de los gobiernos de Gibraltar (títere) y Londres.

Las razones de España -ya reconocidas en el ámbito internacional- no requieren hacer comandita con las que tenga Argentina con las Malvinas. Seamos serios. Vamos a donde tenemos que ir, que es a la comunidad europea de la que formamos parte y a las Naciones Unidas, a las que hay que descargar nuestros argumentos como martillo pilón.

No es Franco, no es Bárcenas. Es la inmoralidad de Gibraltar amparada en coartadas historicistas, decisiones fácticas ilegales envueltas todas en un cinismo que tiene mucho de taimado y otro tanto de pendenciero. Una combinación muy británica: los hooligans son perfectamente compatibles con los interminables y mecánicos sorry, expresión de modales que no se les cae de la boca a los británicos. A ver si es verdad y, con esa inteligencia que se echa en falta en la defensa de nuestros intereses (aquí, son, además, principios)  al Gobierno “no le tiembla el pulso” como aseguró ayer Arias Cañete que se perfila como el nuevo edecán de Rajoy en el Parlamento Europeo y, a ser posible, en  la Comisión de la UE.

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El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte se ha distinguido en su política exterior por adelgazar sus principios y engruesar sus intereses. Se dirá que lo hacen todos los Estados. Cierto. Pero unos más que otros. Y los británicos se han caracterizado por emplear argumentos de gran urbanidad y de enorme cinismo. El caso de Gibraltar -y en, otra medida, las islas Malvinas, aunque son asuntos no sólo distantes sino también distintos- es de una obscenidad política extraordinaria. Porque más allá de que hace 300 años la instalación de la paz en el tratado de Utrech confiriera a Inglaterra derechos territoriales tanto en el Peñón como en Menorca (recuperada luego para la soberanía española) a cambio de que Felipe V y los Borbones se hiciesen con el trono español tras la Guerra de Sucesión -una guerra de dinastías-, lo cierto es que desde Londres no sólo se ha negado cualquier alteración de un statu quo anacrónico, sino que se ha consolidado y extendido su posición allí mediante la política de hechos consumados. Se ha ocupado el istmo, se han ampliado unilateralmente las aguas jurisdiccionales y, lo que es más grave, se ha convertido Gibraltar en un espacio en el que se asume con la mayor naturalidad el contrabando y el amparo al fraude financiero y fiscal.

Gibraltar Reino Unido Margaret Thatcher