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¿Queremos o detestamos a los catalanes?
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José Antonio Zarzalejos

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¿Queremos o detestamos a los catalanes?

El independentismo, según muchos sociólogos, tiene una raíz, además de identitaria, afectiva: se hacen secesionistas aquellos grupos que no se sienten queridos por el conjunto de

El independentismo, según muchos sociólogos, tiene una raíz, además de identitaria, afectiva: se hacen secesionistas aquellos grupos que no se sienten queridos por el conjunto de los ciudadanos del Estado en el que se insertan. El discurso de David Cameron, pronunciado el pasado viernes en el velódromo de Stratford coincidiendo con la apertura de los juegos de invierno de Sochi, avaló esa tesis.

El premier británico, quebrando una estrategia de convicción hacia los escoceses basada en las conveniencias económico-financieras de mantener la unión del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, protagonizó una intervención que apelaba a los sentimientos basada en una idea fuerza: “No os vayáis. Queremos que os quedéis”. Al tiempo, pedía a los británicos no escoceses que, aunque sin voto, alzasen su voz para pedir a los escoceses que permanecieran en la Unión. El discurso fue vibrante, patriótico, integrador, enfatizando mucho más el futuro común que el pasado de disenso.

Mariano Rajoy, aunque incapaz de transmitir tanta calidez sentimental, construyó un muy buen discurso el pasado 25 de enero en la convención del PP catalán en Barcelona. Y acudió también a las emociones: “Vengo a dar mis razones, pero antes vengo a dar testimonio de mi afecto. Vengo a decir lo que nadie dice en este debate, que los españoles queremos a Cataluña. Que siempre la hemos sentido nuestra, que también amamos sus símbolos y cultura, que nos alegramos con sus éxitos y que nos duelen y preocupan sus problemas.”

Se han impuesto unos estereotipos sobre los catalanes verdaderamente perversos, negativos, que les distancian del afecto general del resto de los españoles. Y los catalanes lo saben y lo perciben

En Gran Bretaña con los escoceses, y en España con los catalanes, no es en absoluto seguro que esas palabras sean representativas de un sentir general. Desde luego –y lamento constarlo– no en nuestro país. Porque se han impuesto unos estereotipos sobre los catalanes verdaderamente perversos, negativos, que les distancian del afecto general del resto de los españoles. Y los catalanes lo saben y lo perciben. Piensan que su deseo de mantener sus diferencias identitarias les hace antipáticos y esa percepción de desafecto les acentuaría su deseo de constituirse al margen de España, en un Estado soberano.

Así lo piensa, por ejemplo, el catedrático Germà Bel, que en su libro Anatomía de un desencuentro (Editorial Destino), dedica todo un capítulo, el segundo, a argumentar que los catalanes no son queridos por los demás españoles, aunque basándose en que la malquerencia se fundamentaría en el deseo de los catalanes de ser diferentes. El académico –que ha pasado del socialismo del PSC a defender con ardor el derecho a decidir– se hace la siguiente pregunta: ¿se explica el auge del apoyo a la independencia porque los catalanes son (sic) diferentes?

La aproximación a lo que ocurre ahora en Cataluña basada en esta tesis tiene mucho sentido desde el punto de vista del secesionismo porque es cierto que el libro Identidades, actitudes y estereotipos en la España de las autonomías del profesor José Luis Sangrador García ofrece a Germà Bel muchos datos. Los más relevantes –y no hay por qué dudar de su certeza– demostrarían que “la actitud hacia los catalanes del resto de grupos territoriales es la que tiene el valor más bajo en todas y cada una de las regiones, y con diferencia. Es el único valor que queda por debajo del 5, que se suele considerar el límite psicológico del suspenso, y queda a gran distancia de los vascos, que reciben casi un 6.”

Reproduciendo al profesor Sangrador, Bel constata que “los europeos son percibidos sistemáticamente y en todas las CCAA de modo más favorable que los propios catalanes, precisamente uno de los grupos que se siente más europeo”. Y concluye Sangrador: “Los catalanes son, en efecto, los más rechazados como compañeros de trabajo en todas y cada una de las CCAA”. Germà Bel recurre al inevitable Quevedo y su anticatalanismo obsesivo para concluir que “no hay cariño, hay interés”.

Creo, sin embargo, que siendo cierto que muchos españoles están más cerca de detestar que de querer a los catalanes (y a la inversa) –de ahí el movimiento expulsionista, ese que propugna que Cataluña se vaya de España lo antes posible–, ello no justifica el secesionismo. Los estereotipos hostiles y sostenidos en el tiempo se producen en España y en muchos otros países. Ocurre entre la Francia del sur y la más germánica del norte; en la Italia rica del norte y la del sur pobre; entre el norte y el sur de los Estados Unidos…y no por eso las unidades se destruyen, salvo que todo argumento, incluso el sentimental, se ponga al servicio de una causa política tan implosiva como el independentismo.

Dicho todo lo cual, como Cameron y su Gobierno con Escocia, en España hemos de argumentar desde la cabeza, pero haciendo también un esfuerzo de empatía emocional con los catalanes, y de estos con los demás españoles, si queremos que esta tensión centrífuga ceda y se recupere –aun en la inevitable diferencia que implica un cierto distanciamiento– la coherencia de un país plural como España, cuyos ciudadanos gestionan la diferencia de sus gentes con inteligencia emocional colectiva.

El independentismo, según muchos sociólogos, tiene una raíz, además de identitaria, afectiva: se hacen secesionistas aquellos grupos que no se sienten queridos por el conjunto de los ciudadanos del Estado en el que se insertan. El discurso de David Cameron, pronunciado el pasado viernes en el velódromo de Stratford coincidiendo con la apertura de los juegos de invierno de Sochi, avaló esa tesis.

Mariano Rajoy Escocia