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Rajoy y Job, ¿paciencia o procrastinación?
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José Antonio Zarzalejos

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Rajoy y Job, ¿paciencia o procrastinación?

Escribió Calderón de la Barca que es afortunado “el hombre que tiene tiempo de esperar”; y una sentencia popular dictamina que “quien esperar puede, alcanza lo

Escribió Calderón de la Barca que es afortunado “el hombre que tiene tiempo de esperar”; y una sentencia popular dictamina que “quien esperar puede, alcanza lo que quiere”. Parecería que estas frases se refiriesen a Mariano Rajoy: el hombre que, sabe, puede y quiere esperar. Esa es su estrategia casi permanente y forma parte de su previsibilidad imprevisible. Y la está practicando con una perseverancia –y con un riesgo– que invita a interpretaciones diversas. Para unos es la espera de un hombre perplejo; para otros, la de un político al que nadie le marca los ritmos de sus decisiones.

Estamos viviendo estas semanas unos ejemplos que elevan la espera de Rajoy a la categoría de estrategia. Su espera a que en Cataluña el tren soberanista descarrile comienza a dar resultados. El patinazo del presidente de la Generalitat dando verosimilitud a una declaración unilateral de independencia es especialmente grave cuando en la Unión Europea el referéndum de Crimea ha sido tachado de ilegal e ilegítimo. ¡Cuánto más lo sería que en un Estado de la UE, una comunidad –sea la que fuese– se escindiese unilateralmente! De ahí que García-Margallo haya declarado en Bruselas que el paralelismo entre Crimea y Cataluña es “absoluto”.

¿Cabe atribuirle al presidente del Gobierno la virtud excelsa de la paciencia? Algunos piensan que sí. Otros, sin embargo, deducen de su quietud el padecimiento del síndrome de la procrastinación, que consiste en postergar acciones que comportan malestar, conflicto o dolor

La sugerencia de Artur Mas no ha podido ser más desafortunada en el fondo y en la forma. Lo ha sido tanto que hasta Oriol Junqueras, el líder de ERC, se lo ha reprochado. Pero es que el presidente de CDC no ve salida al proceso soberanista como no se lo ven los que a su alrededor están. El domingo, en La Vanguardia, el presidente de la gran patronal catalana, Fomento del Trabajo, Joaquim Gay de Montellà era concluyente: “No veo posible la consulta”. La ausencia de eco en Rajoy a sus movimientos independentistas parece crispar al presidente de la Generalitat. Y ya se sabe que un político crispado es un político en permanente riesgo de errar.

Rajoy espera también a anunciar el/la cabeza de lista del PP para las elecciones europeas. Lo hará antes de que venza el plazo (7 de abril) y por lo tanto cuando le pete. Mientras tanto, Elena Valenciano está quemando la glucosa dialéctica que va a necesitar para soportar una larguísima campaña. No es mala táctica dejar que la rival, como un púgil sin adversario, golpee al aire y lance discursos sin saber exactamente  quién será su rival. De nuevo, Rajoy espera. Sabe además que las campañas desplazan muy poco voto y sólo reviven a las bases abstencionistas, pero no convencen a ciudadanos que, por lo general, llegan a los comicios con su sufragio decidido. En el PSOE, antes que alegrarles, o calificar de “desidia” la espera del presidente, debiera preocuparles que Rajoy espere, naturalmente si la demora responde –como cabe suponer– a una decisión que se aplaza para que resulte contundente en su momento.

Vista su conducta con perspectiva, se comprueba cómo se ha ido librando con paciencia de todos los enredos en los que se ha metido o le han metido

Hay toda una amplia filosofía en el arte de saber esperar y que se sustancia en la paciencia, virtud cuya expresión bíblica se corporeizó en el santo Job. Para Fenelón “casi no hay cosa imposible para quien sabe trabajar y esperar”; Goethe suponía que la paciencia era tan importante como el arte o la ciencia y Plutarco, rotundo, sostuvo que “la paciencia tiene más poder que la fuerza”. ¿Cabe atribuirle al presidente del Gobierno esta virtud excelsa de la paciencia? Algunos (quizás cada día más) piensan que sí. Otros, sin embargo, deducen de su quietud el padecimiento del síndrome de la procrastinación, que consiste en postergar, aplazar, acciones y decisiones que comportan malestar, conflicto o dolor. Se explica como la “conducta de la evitación” y, lejos de consistir en una virtud, implica una grave carencia y, en términos médicos, un trastorno. ¿Es un procrastinador Mariano Rajoy? Difícil respuesta.

Vista su conducta con perspectiva, se comprueba cómo se ha ido librando con paciencia de todos los enredos en los que se ha metido o le han metido. El último, el del caso Bárcenas, próximo a concluir, sin que al PP, ni a él, ni a sus dirigentes, el juez pueda atribuirle delito alguno. También se ha deshecho, poco a poco y sin prisas, de sus adversarios y  nunca con crueldad aparente, sino sutil. Podrá decir Rajoy como el general y duque de Valencia, Ramón María Narváez, en el lecho de muerte: “No puedo perdonar a mis enemigos porque los he matado a todos” (Pedro José, incluido). Él los ha ido liquidando con tanto cuidado y tanto silencio que la limpieza étnico-política que ha consumado en el PP y alrededores parece total, a salvo de una excepción superviviente que confirma la regla, que es el caso de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, de la que habrá que hablar pronto y con claridad.

Mientras tanto, Rajoy espera (en Cataluña, en las listas del PP, en el caso Bárcenas, en el final de ETA, en el relevo de baronías territoriales) haciendo bueno a Séneca, según el cual “todo lo puede esperar el hombre mientras vive”.  Y parece que el presidente del Gobierno sigue vivo y en la Moncloa. 

Escribió Calderón de la Barca que es afortunado “el hombre que tiene tiempo de esperar”; y una sentencia popular dictamina que “quien esperar puede, alcanza lo que quiere”. Parecería que estas frases se refiriesen a Mariano Rajoy: el hombre que, sabe, puede y quiere esperar. Esa es su estrategia casi permanente y forma parte de su previsibilidad imprevisible. Y la está practicando con una perseverancia –y con un riesgo– que invita a interpretaciones diversas. Para unos es la espera de un hombre perplejo; para otros, la de un político al que nadie le marca los ritmos de sus decisiones.

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