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Trampa a Felipe VI
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José Antonio Zarzalejos

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Trampa a Felipe VI

Incluso monárquicos poco informados dan por buena la afirmación de que Felipe VI debe “liderar” los cambios necesarios en el sistema político español

Foto: Don Felipe y Artur Mas, en la inauguración en L'Hospitalet de la nueva sede del Grupo Puig, en abril. (Efe)
Don Felipe y Artur Mas, en la inauguración en L'Hospitalet de la nueva sede del Grupo Puig, en abril. (Efe)

Incluso monárquicos poco informados dan por buena la afirmación de que el próximo Felipe VI debe “liderar” los cambios necesarios en el sistema político español y, otros, que son bastantes, le reclaman que se gane a pulso una legitimación de ejercicio a base de ponerle unos “deberes” como a su padre. Más concretamente: se ha establecido un falaz paralelismo entre la forma en la que Don Juan Carlos manejó el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y el modo en que Felipe VI tendría que solventar la crisis de Cataluña. Hay que rechazar por completo la hipótesis de una implicación no estrictamente arbitral del futuro Rey en la cuestión catalana. Sencillamente porque el Rey en nuestro sistema –por constitucional, democrático y parlamentario– reina pero no gobierna y en ningún caso puede interferir en la acción del Gobierno.

Don Juan Carlos actuó el 23 y 24 de febrero de 1981 ejerciendo facultades que, sometidas a la Constitución, le eran propias. Concretamente ejerció como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, condición que le atribuye expresamente el artículo 62 h) de la Carta Magna y en virtud de esa autoridad ordenó el acuartelamiento de las tropas que habían salido en Madrid y Valencia y advirtió a todos los mandos de los Ejércitos de su resolución de cumplir con su juramento de fidelidad a la Constitución. Junto a esa decisión, Don Juan Carlos ha adoptado en su reinado dos decisiones enteramente autónomas en el ámbito político e institucional: entregar sus poderes a la soberanía popular en 1977 (Ley de Reforma Política) y en 1978 (la Constitución) y abdicar (artículo 57. 5 de la CE) el pasado 2 de junio. En lo demás, el monarca se ha atenido a las competencias que establece el Titulo II de la Constitución y así debe comportarse Felipe VI por más que haya cantos de sirena que le reclamen actitudes épicas.

La llamada legitimidad de ejercicio –Felipe VI tiene las necesarias: la democrática y, la interna familiar, que es la dinástica a la que alude también el artículo 57 de la Constitución– no sólo debe ganársela el Rey sino todos los cargos públicos. Exigírsela enfática y exclusivamente a Felipe VI es un trágala interesado. El Jefe del Estado ha de ser ejemplar en sus comportamientos externos –y a poder ser, también coherente en los privados– y transparente en los aspectos materiales y formales (por ejemplo, su patrimonio y su agenda) y aprovechar el relevo que le ha granjeado su padre para pedir normativizar la Corona y dejar, así, mínimos espacios para su discrecionalidad. Pedirle cosas distintas a estas, es reclamar al Rey que sobrepase su rol constitucional. La inviolabilidad de su persona y el hecho de que todos sus actos deban ser refrendados por el Gobierno –aunque el refrendo sea tan implícito como la compañía de los llamados ministros de jornada– definen perfectamente sus perfiles institucionales y constitucionales.

En Cataluña Felipe VI puede desplegar presencias, establecer cercanías, tratar de conciliar criterios, mostrar su capacidad de integración. Pero no caben fórmulas medievales como “pactos con la Corona” tan del gusto de los nacionalistas (como en Escocia, donde reclaman a Isabel II como Jefa del Estado en la eventualidad de la secesión). CiU, y desde luego PNV, han de ser también muy conscientes de que la monarquía española es plural –algunos la definen como compuesta– porque reina sobre un Estado integrado por comunidades con autogobierno, instituciones propias y sociedades diferenciadas.

Quizás una República hubiese sido menos concesiva por jacobina. De hecho, la II de 1931 a 1936, lo fue porque aprobó el Estatuto catalán en 1932 y el vasco en plena guerra civil, en tanto el gallego sólo alcanzó a presentarse. Además, la II República se definió como un “Estado integral” y no se vio por parte alguna que reconociese a las “nacionalidades” de España.

Por todo eso, claridad. Y ni una trampa a Felipe VI que sabe de sobra cuáles son sus terrenos de juego, aunque algunos monárquicos los desconozcan y algunos otros republicanos emboscados estén deseando que se meta en camisas de once varas. El Rey debe ser sinónimo de confianza, de ejemplaridad, de transparencia, de integración, de representación del Estado al máximo nivel y árbitro y moderador así como de agente relacional entre unos y otros. Pero todo eso lo deberá hacer con poderes formales y simbólicos y no imperativos. En eso consiste la médula de la monarquía parlamentaria. Todo lo demás, son, insisto, trampas.

Incluso monárquicos poco informados dan por buena la afirmación de que el próximo Felipe VI debe “liderar” los cambios necesarios en el sistema político español y, otros, que son bastantes, le reclaman que se gane a pulso una legitimación de ejercicio a base de ponerle unos “deberes” como a su padre. Más concretamente: se ha establecido un falaz paralelismo entre la forma en la que Don Juan Carlos manejó el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y el modo en que Felipe VI tendría que solventar la crisis de Cataluña. Hay que rechazar por completo la hipótesis de una implicación no estrictamente arbitral del futuro Rey en la cuestión catalana. Sencillamente porque el Rey en nuestro sistema –por constitucional, democrático y parlamentario– reina pero no gobierna y en ningún caso puede interferir en la acción del Gobierno.

Artur Mas