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José Antonio Zarzalejos

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España, cambiar para ganar

“Somos un pueblo con terribles problemas y que se gobierna mal”. Salvador de Madariaga

Foto: Reunión de los ponentes de la Constitución Española de 1978. (Efe)
Reunión de los ponentes de la Constitución Española de 1978. (Efe)

Somos un pueblo con terribles problemas y que se gobierna mal”. Salvador de Madariaga.

Nada me parece más despreciable, más contrario a su misión, que el escritor del cual se sabe por anticipado lo que va a pensar y decir sobre un nuevo tema. Esto es la definición del imbécil. Por motivo parejo, abomino del hombre consecuente con sus ideas. Eso es la definición de la mula. No es uno, se me ocurre, quien debe ser consecuente con sus ideas sino sus ideas quienes deben ser consecuentes con la realidad”. José Ortega y Gasset.

“Son españoles quienes no pueden ser otra cosa” (Antonio Cánovas del Castillo) y “la historia de España es la más triste porque siempre acaba mal” (Jaime Gil de Biedma), son dos expresiones de pesimismo histórico que responden a la inhabilidad de la sociedad española para resolver a tiempo y con realismo sus problemas de convivencia a los que se refería Salvador de Madariaga en la frase lapidaria con que comienza este texto. Estamos ahora en esa tesitura: con un régimen constitucional deprimido y disfuncional que no responde a las aspiraciones mayoritarias y crea excrecencias perversas (corrupción, endogamia partidista, politización de la justicia, desbarajuste territorial), pero, al mismo tiempo seguimos con la vieja actitud resistente a la que se refería Ortega, según la segunda cita que encabeza este post, de sostener la situación y no enmendarla.

De modo tal que podría ocurrirnos como en épocas anteriores cuando las convulsiones (golpes de Estado, guerras) han sustituido a los cambios ordenados. En ellos, España ha perdido siempre, pero cuando esos cambios se han pautado con amplios consensos, ha ganado. Y de lo que se trata ahora es de que España como nación plural y España como Estado revaliden el éxito de la transición mediante una reforma constitucional que mantenga todas las virtudes de la Carta Magna de 1978 y corrija sus carencias, insuficiencias y ambigüedades. Y suprima preceptos agotados por su contenido transitorio.

Nuestro constitucionalismo compone una historia dramática. Tuvimos una ejemplar Constitución liberal en 1812 que sólo estuvo vigente de forma intermitente durante seis años, a capricho de Fernando VII, y luego un Estatuto Real en 1834. Tras la Revolución Gloriosa (alentada por Prim y Serrano) que expulsó de España a Isabel II se fraguó la de 1869 que duró un suspiro a pesar de que la federal de la I República (1873) no llegó nunca a entrar en vigor con el estallido del cantonalismo que redujo por la fuerza el general Pavía quien entrego el poder al general Serrano.

La muy duradera Constitución de 1876 (posible por otro pronunciamiento militar: el del general Martínez Campos) amparó los reinados de Alfonso XII y XIII (de 1923 a 1929, medió la dictadura de Primo de Rivera), pero se derrumbó el 14 de abril de 1931 que dio paso a la II República, a su vez sucumbida tras la guerra civil cuando el franquismo impuso durante casi cuarenta años las Leyes Fundamentales (con pretensión de inarticulada urdimbre constitucional). De ahí que la mejor de las Constituciones de nuestra historia, con la de 1812, haya sido la de 1978.

El gran desafío es reformar esta Constitución para que continúe vigente (los países de nuestro entorno cambian sus Cartas Magnas con frecuencia: la alemana desde 1949 ha registrado más de cuarenta modificaciones) y no derrumbarla como algunos quisieran. Los cambios son buenos -ahí está la abdicación del Rey, o determinadas renovaciones en partidos políticos- y aunque los legislativos por sí mismos no son más que normas, resultan válidos si incorporan una voluntad política regeneradora.

Consulta no, reforma sí

La Constitución española y su reforma no está justificada, sólo y ni siquiera principalmente, por el proceso soberanista catalán. Primero, porque el independentismo en Cataluña es un síntoma del deterioro general del sistema y emerge por la propia debilidad del régimen constitucional. Y segundo, porque en Cataluña, como en el País Vasco, siempre existirá un sector social irreductible, más o menos amplio, de independentistas y nacionalistas radicales. Pero tanto Cataluña como el País Vasco, en lo que tienen de resistencia a la integración territorial, son un problema español, un problema recidivante que de forma cíclica hay que abordar porque en ambas comunidades hay un nacionalismo muy dinámico que encierra un designio de estatalidad propia y/o constante singularización.

Ante esa realidad -cuando ya la fuerza no es un argumento en absoluto presentable- hay que intentar desactivar los brotes de corte insurreccional con el cumplimiento de la ley, pero también mediante el ejercicio de la política en su más noble acepción. Porque el objetivo sólo puede ser uno: mantener una unidad constitucional de España que concilie lo común con lo específico y propio.

La reforma de la Constitución desagregaría con seguridad a gran cantidad de ciudadanos catalanes tanto de las tesis del llamado “derecho a decidir” como del afán independentista, porque la negociación previa pondría sobre la mesa y resolvería, al menos en parte, aspiraciones de Cataluña que son transversales. De lo que se trata es de perfeccionar el Estado autonómico orientándolo en un sentido federal: Senado territorial con competencias legislativas exclusivas y resolutivas en otras materias; reparto competencial claro entre el Estado y las Comunidades Autónomas mediante una cláusula de atribución en la Constitución que debe añadir otra de lealtad de los territorios al propio Estado e incorporación de las líneas maestras de una financiación autonómica que contemple la ordinalidad (que afecta a Cataluña, pero también a Madrid y a Baleares y que ajustaría los mecanismos de solidaridad del Concierto vasco y del Convenio navarro).

Por lo demás, queda el desarrollo y concreción del concepto de nacionalidades que la Constitución de 1978 consagró con una ambigüedad cuya clarificación remitió al futuro creándonos un problema conceptual y político. De lo que no cabe duda alguna es que la Constitución quiso reseñar que la unidad de España es plural y que en esa pluralidad existen hechos diferenciales -no privilegiados- que requerían un tratamiento competencial, cultural, lingüístico y un entramado institucional específico.

La consulta que pretenden los secesionistas en Cataluña no se puede celebrar porque lo impide la Constitución, la ha vetado el Congreso y el Tribunal Constitucional ha anulado la parte esencial de la declaración soberanista del Parlamento de Cataluña. La soberanía reside en el conjunto del pueblo español. Rajoy no puede acordarla con Mas de manera alguna. Pero es posible, siempre en el contexto de una reforma constitucional que contemple todas las graves disfunciones del sistema, impedir, no sólo que el independentismo aumente, sino que disminuya drásticamente. Digo reforma, no proceso constituyente, porque entonces, estaríamos en la convulsión y en la ruptura y el posible consenso se volatizaría.

Una reflexión última: la derecha democrática española desconfía profundamente del federalismo. Lo vincula a la izquierda (lo cual históricamente fue cierto; no ahora) y a una forma de fisurar la unidad de España (lo cual es incierto). Baste citar el nombre de un gran español, de un español universal, que debiera aventar esos temores al modelo federal: Salvador de Madariaga y sus Memorias de un federalista (1967), un hombre, un político, un intelectual que compendia las virtudes de un patriota con un agudo sentido de la dinámica histórica de nuestro país y del europeísmo, condición que le reconoció la concesión del premio Carlomagno en 1973.

Somos un pueblo con terribles problemas y que se gobierna mal”. Salvador de Madariaga.

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