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Jordi Pujol, Cristóbal Montoro y el capitán Wiesler ('La vida de los otros')
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José Antonio Zarzalejos

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Jordi Pujol, Cristóbal Montoro y el capitán Wiesler ('La vida de los otros')

“El Estado se defiende también en las alcantarillas”, dijo Felipe González. Y Montoro, al exhibir la cabeza de Pujol en una pica, alimenta esa misma sensación

Foto: Cristobal Montoro, José Montilla, Jordi Pujol y Artur Mas (Reuters).
Cristobal Montoro, José Montilla, Jordi Pujol y Artur Mas (Reuters).

Cuando el pasado 2 de agosto escribí aquí el artículo titulado “¿Qué coño es la UDEF?” El Estado, señor Pujol”, me cayeron en las redes sociales y en los foros chuzos de punta. Me limité a constatar con cierta anticipación la obviedad con la que Cristóbal Montoro se explayó el lunes en la diputación permanente del Congreso de los Diputados sobre el caso Pujol. Según el titular de Hacienda, la Agencia Tributaria seguía los pasos del expresidente de la Generalitat catalana desde 2000 -hace catorce años- y sólo cuando se sintió (y alguien se lo hizo ver) “acorralado”, el fundador de CDC confesó, a su extraña manera, la responsabilidad de haber incurrido en evasión de impuestos. Pujol ya tenía contestación: la UDEF era el Estado.

Me pregunto lo que tantos: si el llamado proceso soberanista no hubiese estado en curso, Pujol ¿se habría sentido acorralado?, ¿hubiera confesado?, ¿habría levantado la liebre el Estado a través de la Agencia Tributaria, la UDEF o el CNI y/o cuantas otras instancias se encargan de que determinadas reglas de compromiso se cumplan y sean reprimidos los comportamientos que las infrinjan?

La respuesta es, seguramente, negativa: es verosímil que, entendida la corrupción en la política española según la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt, nada de lo que está ocurriendo con Pujol hubiese ocurrido, como, por otra parte, en ningún caso un Estado hubiese mostrado la lenidad del español en la represión ab initio de clamorosos casos de corrupción que se han producido por la omisión más elemental en el manejo de los controles para evitarla.

Sean estos los de Urdangarín, Bárcenas, Correa, Matas, ERE o los fondos de formación apropiados, o tantos otros en los que -a puñados o a manta de Dios- ha habido y hay políticos que se lucran al mismo tiempo que dicen prestar un servicio público indeclinablemente ético a la sociedad española. La rutina corruptora ha llegado a tal grado de cotidianidad que, efectivamente, el mal del latrocinio del dinero público se considera puramente banal, un mecanismo consuetudinario y moralmente venial.

Cuando escuchaba a Cristóbal Montoro -compañero de partido de algunos emblemáticos corruptos y muñidor de una inmoral amnistía fiscal- se me vino a la cabeza la imagen gris y apesadumbrada del capitán de la Stasi de la RDA Gerd Wiesler que en la película La vida de los otros controlaba con escrupulosas escuchas el discurrir diario de una pareja de disidentes. Wiesler simplemente oía, apuntaba y reportaba. Y lo hacía sirviendo al Estado, en este caso un aparato totalitario y criminal como el de la extinta Alemania comunista.

En los Estados democráticos, de derecho, sus aparatos de control, debidamente vigilados por la autoridad judicial, también pueden y deben escuchar. Y lo hacen. Pero con un solo fin: evitar el delito y, en su caso, reprimirlo dejando que lo hagan los tribunales con todas las garantías. La mera sospecha de que no se actúe de esta manera, sino de que se esté jugando una partida de póquer con las cartas marcadas inquieta hasta al más imperturbable y confiado de los ciudadanos.

España tiene un Estado democrático averiado. Alguien ha escrito que su mirada es propia de un ojo bizco, desconcertante. Algo de razón dio a estas tesis el propio ministro cuando mezcló (¿o lo hizo queriendo, a ciencia y conciencia?) los posibles delitos de Pujol con su trayectoria independentista, entreverando argumentos fiscales con políticos hasta componer una intervención más propia de mitin que de sede parlamentaria. Si tan de lejos venía la corrupción ¿Por qué tanta demora -casi tres lustros- en denunciarla?

Escribió Enric Juliana en La Vanguardia que Montoro exhibió la cabeza de Pujol en una pica y Carlos Sánchez argumentó con brillantez en este periódico cómo el ministro regó el independentismo con un discurso que no siguió el consejo del clásico: “para decir la verdad, poca elocuencia basta”. El ministro se indigestó de elocuencia o de locuacidad denunciadora, que son distintas, y caminó por senderos que la prudencia le tendría que haber vetado. No es la primera vez que lo hace, pero sí es la más grave de sus no infrecuentes incompetencias parlamentarias. En esta ocasión, puede que su intervención forme parte de una estrategia más amplia, que se irá desplegando en las próximas semanas y alcance a los “herederos” (sic) de Pujol, según versión del propio Montoro.

Pujol asume dos responsabilidades de distinta naturaleza. La de carácter administrativo y/o penal por evasión fiscal, esté o no prescrita, y la de carácter político, que es la de su deslealtad al Estado que de forma ordinaria representó en Catalunya al frente de su Generalitat durante casi un cuarto de siglo, y a su propia tierra, a cuyos ciudadanos ha defraudado e irritado con su hipocresía.

Efectivamente, ambas responsabilidades se conectan y no podrían separarse aunque se quisiera hacerlo, pero ese discurso no le corresponde al ministro de Hacienda, sino a los representantes de otras instancias, entre ellas, al propio Parlamento de Cataluña que, por la arrogancia del propio Pujol, va a montar una -como casi todas- inútil comisión de investigación de perfiles imprecisos por el momento. Y, al tiempo, vendrá el dictamen judicial.

Erró Montoro por exceso, mostrando una euforia fuera de lugar que sorprendió a la oposición, como declarándose ajeno a lo que ocurre en su entorno partidista -nada inmaculado, por cierto- y abonando la sensación de que existen capitanes como Gerd Wiesler en La vida de los otros. Ya dijo Felipe González que el “Estado se defiende también en las alcantarillas”. Algunos lo olvidaron cuando lo ningunearon y otros exhiben sus métodos más sombríos con una cierta obscenidad. Luego que no se quejen cuando los de Podemos hablan de la casta. Porque, comportamientos así, son de una casta con sus propios códigos, entre los que se encuentran los de la locuacidad o el silencio, según convenga.

Cuando el pasado 2 de agosto escribí aquí el artículo titulado “¿Qué coño es la UDEF?” El Estado, señor Pujol”, me cayeron en las redes sociales y en los foros chuzos de punta. Me limité a constatar con cierta anticipación la obviedad con la que Cristóbal Montoro se explayó el lunes en la diputación permanente del Congreso de los Diputados sobre el caso Pujol. Según el titular de Hacienda, la Agencia Tributaria seguía los pasos del expresidente de la Generalitat catalana desde 2000 -hace catorce años- y sólo cuando se sintió (y alguien se lo hizo ver) “acorralado”, el fundador de CDC confesó, a su extraña manera, la responsabilidad de haber incurrido en evasión de impuestos. Pujol ya tenía contestación: la UDEF era el Estado.

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