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Todos eran sus hijos, Presidente
No es la primera vez que utilizo, a modo de metáfora, el título de la obra de teatro más cimera de Arthur Miller: 'Todos eran mis hijos'
No es la primera vez que utilizo, a modo de metáfora, el título de la obra de teatro más cimera de Arthur Miller: Todos eran mis hijos. Lo hice el 31 de diciembre de 2011 (La tragedia del PSOE: “Todos eran mis hijos”) porque Zapatero dejó una prole que no pudo aceptar su herencia a beneficio de inventario y sucumbió a los errores de su líder. En la obra de Miller, Joe Keller, el protagonista, es un hombre aparentemente tranquilo y, sin embargo, carcomido por un profundo sentimiento de culpa: fue responsable de instalar una pieza defectuosa en un avión de transporte de tropas durante la II Guerra Mundial a consecuencia de lo cual la aeronave se siniestró con veintiuna víctimas, entre ellas, su propio hijo.
Mariano Rajoy es nuestro particular Joe Keller. No quiere enfrentarse a la dura realidad de que todos los que ahora, como fichas de dominó, caen en manos de la justicia o del descrédito, son sus hijos políticos o, al menos, sus ahijados. Si ustedes tienen la paciencia de ir a la portada de El País del 3 de noviembre de 2009 podrán leer la apertura del diario a cuatro columnas con este titular: “El triunfo de Rajoy en el pulso con Aguirre coloca a Rato en Caja Madrid”. Pues bien, Rodrigo Rato ha pasado a ser “la persona a la que usted se refiere” en palabras del presidente del Gobierno. Rajoy retira el nombre y los apellidos de sus hijos y ahijados políticos. Los hace anónimos.
Lo hizo también con Luis Bárcenas al que nombró tesorero del PP; es muy probable que de inmediato lo haga con Ángel Acebes al que nombró su secretario general -imputado en el caso Correa- y que cuando le pregunten por Ana Mato -conectada, quiera o no, con el mismo episodio de corrupción- la diluya en el anonimato. Todos ellos pudieron ser -ya veremos qué dice la justicia- piezas defectuosa como las que instaló en el avión de transporte Joe Keller. Y así, el PP ha quedado siniestrado porque a estos grandes protagonistas de pifias o quebrantos -y nunca mejor dicho- se une una tropa de gente guapa del partido -los Recarte, los Iranzo et alii- que, a cuenta de las tarjetas fantasma, ha quedado fuera de la circulación por caída en picadode su reputación. Sólo faltaba que apareciese –vinculado aOleguer Pujol- el yerno de Zaplana.
Es sabido que el silencio de Rajoy -del que sale sólo de vez en cuando para refugiarse en lugares comunes- es como el de Joe Keller. Es un silencio simulado pero cargado de culpa. Y cuando hace de algunos de los que fueron sus hijos o ahijados políticos seres anónimos trata, por una parte, de conjurar los peligros que su mención encierra para él mismo y su futuro y, por otro, los cosifica, como si fueren realidades inertes sin capacidad ni de hacer ni de decir. Pero Rajoy se confunde. Primero, porque, como escribió, Confucio, “el caballero se culpa a sí mismo, mientras que el hombre ordinario culpa a los demás” -y Rajoy es un hombre ordinario- y, segundo, porque en un arrebato de sinceridad, alguno de esos que él circunvala en sus raras comparecencias o a los que directamente ignora, podría situarse en modo locuaz y cantar la gallina.
Rajoy tendría una disculpa, un pase, una coartada, si la clase dirigente del PP que se está hundiendo -o que se ha hundido- se hubiera sustituido por otra con energía y empuje. Pero el caso es que Rajoy no sólo no ha salido a dar la cara por tantos y tantos compañeros ahora abandonados y profundamente rencorosos por la omisión de socorro de Génova y Moncloa, sino que tampoco ha sido capaz de sustituirlos por una nueva hornada de dirigentes y referentes populares. El presidente no tiene banquillo –el PP es un erial- y por eso la vicepresidenta se llena de balón y hasta se permite aplicar a la comunidad de Madrid el 155 sanitario de la Constitución. Sin consentir que González –aunque lo quisiera- cese al saco terrero de Javier Rodríguez, consejero de Sanidad, y sin conceder la venia a Ana Mato paraque se vaya a su casa hasta que no termine de cumplir con su misión de trinchera política.
No es la primera vez que utilizo, a modo de metáfora, el título de la obra de teatro más cimera de Arthur Miller: Todos eran mis hijos. Lo hice el 31 de diciembre de 2011 (La tragedia del PSOE: “Todos eran mis hijos”) porque Zapatero dejó una prole que no pudo aceptar su herencia a beneficio de inventario y sucumbió a los errores de su líder. En la obra de Miller, Joe Keller, el protagonista, es un hombre aparentemente tranquilo y, sin embargo, carcomido por un profundo sentimiento de culpa: fue responsable de instalar una pieza defectuosa en un avión de transporte de tropas durante la II Guerra Mundial a consecuencia de lo cual la aeronave se siniestró con veintiuna víctimas, entre ellas, su propio hijo.