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Los casos de Monago, Mato y Pigem
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José Antonio Zarzalejos

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Los casos de Monago, Mato y Pigem

No dimitió por su cuestionable gestión en la crisis del ébola y tuvo que hacerlo cuando un juez de la Audiencia Nacional, sin imputarle ningún delito,

Foto: La exministra de Sanidad, Ana Mato. (EFE)
La exministra de Sanidad, Ana Mato. (EFE)

No dimitió por su cuestionable gestión en la crisis del ébola y tuvo que hacerlo cuando un juez de la Audiencia Nacional, sin imputarle ningún delito, ni siquiera atribuyéndole conocimiento de los que cometió presuntamente su marido, la convocó a la futura vista oral como responsable civil solidaria por participar “a título lucrativo” de los beneficios monetarios ilícitos que se le atribuyen al que fuera su consorte.

Ana Mato tuvo que dejar el ministerio de Sanidad doce horas antes de que Mariano Rajoy se enfrentase al pleno sobre la corrupción política para salvar la cita con el Congreso y, aun así, no lo logró plenamente. Su espectro planeó de forma permanente sobre el hemiciclo y el presidente del Gobierno no pudo eludirla hasta el punto de subir a la tribuna para defenderla.

Mercè Pigem, vocal del Consejo General del Poder Judicial y miembro de su comisión permanente –cargo al que accedió a propuesta de CiU– renunció también el sábado pasado a ocupar plaza en el órgano de gobierno de los jueces. Pigem había viajado a Andorra y de vuelta, parada por la Guardia Civil, se comprobó que portaba 9.500 euros y su hermana 10.600. La vocal del CGPJ ofreció una versión doméstica del transporte de tanto efectivo cuando tan bien funcionan las transferencias bancarias.

Pero no cometió ni delito, ni falta ni infracción de ninguna clase. Como le ocurriera a Ana Mato con Rajoy, Carlos Lesmes, presidente del Consejo y del Tribunal Supremo le reclamó la renuncia a su cargo y ella lo entregó victimizándose en una nota en la que sugirió, además, que su condición de militante de CiU había sido un factor adicional para lanzar contra ella una campaña de desprestigio.

Son dos casos muy distintos, pero también muy parecidos. Son dos casos en los que se pone de manifiesto que los superiores jerárquicos de Mato y de Pigem no pueden soportar los efectos de la presión de una opinión pública que ha pasado de un alto umbral de tolerancia a según qué corrupciones –siempre más consentidas las que socializaban los beneficios del delito que aquellas otras que los privatizaban– a un umbral bajísimo, hasta tal punto que, sin necesidad de que se produzcan hechos que, estricto sentido, puedan considerarse como corruptos, basta que atenten contra la estética que se exige a un cargo público para se desencadene una reacción social y mediática contundente.

Repasando el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) desde 2007 hasta 2014 se observa cómo hasta 2012 la preocupación social por la corrupción estaba siempre por debajo del 10%. Es en diciembre de 2012 cuando alcanza una cifra considerable: el 17% de los consultados se sienten ya concernidos por la corrupción. En 2013, los porcentajes se disparan: 17,7% en enero, 40% en febrero (coincidiendo con el caso Bárcenas), 44,4% en marzo, 39,3% en abril, 30,6% en mayo, 32,5% en junio, 37,4 en julio, 37,4% en septiembre, 37,1% en octubre, 31,8% en noviembre y 37,6% en diciembre. En lo que llevamos de año los porcentajes se incrementan, llegando en febrero pasado hasta el 44,2%.

Al tiempo que se producía ese incremento de la intolerancia hacia la corrupción, se ampliaba su concepto. Sería corrupta una mentira y hasta una incoherencia. Todo ello subrayado por la antipolítica y la emergencia de la expresión “casta” como definitoria de una clase endogámica y extractiva de rentas en el sentido en que César Molinas la ha definido a partir de otros teóricos.

Estos dos fenómenos (intolerancia de la corrupción y ampliación del concepto a supuestos que no lo son) han ido al paso de la crisis económica y del conocimiento de hirientes tramas y comportamientos personales de cargos políticos –en la Administración o en los partidos– que mostraban un desprecio absoluto a la ley y la probidad.

La cierta perplejidad que reflejó el discurso de Mariano Rajoy en el pleno sobre la corrupción responde, precisamente, a la comprobación de que la ciudadanía no está dispuesta a pasar ni una. No concede el beneficio de la duda. Basta una sospecha (es el caso de Pigem) para que se dicte veredicto asumido por los máximos responsables de los protagonistas de los sucesivos episodios. Por esa razón, José Antonio Monago está también políticamente liquidado. Tampoco ha cometido un delito –en principio el fiscal no ha promovido acción penal alguna–, ni siquiera una infracción, pero la estética de sus viajes –todos o algunos– a Canarias pagados por el Senado, es un hándicap que el presidente de Extremadura no podrá superar.

Mato, Pigem, Monago, son los ejemplos de que un nuevo clima social se ha instalado en España, que ha sido asumido por los máximos responsables políticos; que el concepto de corrupción ya no es sinónimo de delito o infracción y que basta la sospecha antiestética de un comportamiento inadecuado para que la hoja de la guillotina, en forma de cese o destitución, caiga sobre el cuello de los concernidos. Hemos entrado en un nuevo y exigente clima de intolerancia social que no va a remitir hasta que las prácticas políticas y públicas cambien y se sanee la carga de hostilidad social hacia las clases dirigentes que están siendo abiertamente desafiadas por el juicio de la gente.

No dimitió por su cuestionable gestión en la crisis del ébola y tuvo que hacerlo cuando un juez de la Audiencia Nacional, sin imputarle ningún delito, ni siquiera atribuyéndole conocimiento de los que cometió presuntamente su marido, la convocó a la futura vista oral como responsable civil solidaria por participar “a título lucrativo” de los beneficios monetarios ilícitos que se le atribuyen al que fuera su consorte.

José Antonio Monago Mariano Rajoy