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España y la fascinación por el conflicto
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José Antonio Zarzalejos

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España y la fascinación por el conflicto

Sólo hay una vía posible, que es la vía de la sensatez y la del entendimiento del verdadero sentido de la historia. España, y Cataluña en ella, bien valen una negociación

Foto: Banderas independentistas en la Meridiana de Barcelona durante la última Diada. (EFE)
Banderas independentistas en la Meridiana de Barcelona durante la última Diada. (EFE)

Pierdan las listas independentistas catalanas y no obtengan mayoría absoluta de diputados y votos populares, o pase lo contrario y las logren como apunta la encuesta de DYM para El Confidencial, el día después a los comicios catalanes abocará necesariamente a la recuperación de la política que, en este caso será, sin lugar a dudas, la negociación ¿De qué y para qué? Sencillo: de la posibilidad de revisar los pactos de 1978 que insertaron en un Estado autonómico a las regiones y nacionalidades de España, y para que, como consecuencia, el secesionismo en Cataluña disminuya a los niveles inevitables en una comunidad que desde el siglo XIX alimenta una potente corriente separatista. Se trata de mantener la integridad del Estado y, en todo caso, preservarlo de riesgos.

No quiero decir con esto que las elecciones del 27-S resulten inocuas porque en todo caso aboquen a una mesa de diálogo -o sea, a una futura ponencia en la Comisión Constitucional del Congreso- porque no sería cierto. Si la lista de Mas y de Baños -la de Junts pel Sí y la de CUP, respectivamente- obtienen una mayoría absoluta de escaños (aunque la suma de las dos planchas resulte muy poco homogénea) y se acercan a una mayoría de votos populares (en la encuesta de DYM estarían a menos de un punto del 50%), es evidente que para el Estado la situación resultaría de emergencia y el nuevo Gobierno que saliese de las urnas en el mes de diciembre no tendría otra alternativa sensata que establecer una interlocución inmediata con la Generalitat de Cataluña. Que la Generalitat, además, desea porque el vértigo es recíproco.

Es evidente que -sin llegar al secesionismo- es muy transversal la disconformidad con el estatus quo político, legal y financiero en el que está Cataluña

Esa perentoriedad no existiría si los resultados de las listas independentistas estuviesen por debajo de las expectativas de determinadas encuestas como la que publica este diario, pero no por ello la obligación políticamente moral de negociar resultaría menor. Porque, a poco que se conozca la sociedad catalana, se obtendrá la evidencia de que -sin llegar al secesionismo- es muy transversal la disconformidad con el estatus quo político, legal y financiero en el que se encuentra la comunidad, de tal manera que el malestar rebasa al propio independentismo y alcanza a sectores templados de una opinión pública que, aun en la confusión, maneja mayoritariamente algunas demandas importantes frente al Estado.

Para los que se aferran a un entendimiento petrificado de la legalidad constitucional este planteamiento no sólo blandea en las convicciones -seguro que no estuvieron en Euskadi cuando las balas sustituían a las palabras- sino que, además, adolecería de una grave distorsión en la interpretación de la historia de los nacionalismos que por naturaleza son insaciables. La realidad: ni blandeo (realismo: las listas independentistas tendrán en el peor de los casos para ellas no menos del 40% de los votos y la mayoría en el Parlamento), ni distorsión histórica (la historia: la más exitosa de España es cuando transamos pretensiones y logramos una transición casi imposible de la dictadura a la democracia).

Ocurre que -si bien se conoce la historia de nuestro país- habita en los españoles de todas partes, una cíclica fascinación por el conflicto civil y el ejercicio de la fuerza como ultima ratio de la política. Las guerras carlistas en el siglo XIX y la guerra civil en el XX -somos el país europeo con más numerosos y más graves conflictos bélicos fratricidas- han dejado una huella casi indeleble de contradicción apolítica que condiciona las reacciones realistas. No somos el único Estado occidental y democrático con un problema de inestabilidad en la integridad territorial. Canadá lo ha resuelto con unas dosis de pragmatismo extraordinarias a través de la Ley de Claridad del año 2000 que reconoce -aunque con un condicionado estricto- la posibilidad de celebración de un referéndum de independencia de Quebec, y el Reino Unido de Gran Bretaña se ha jugado el tipo en Escocia hace un año -lo cumplió ayer- logrando preservar la unidad de la nación. Es difícil negar el patriotismo bien entendido de los dirigentes canadienses y británicos que manejaron esas situaciones tan delicadas.

No somos el único Estado con un problema de inestabilidad en la integridad territorial. Canadá lo ha resuelto y Reino Unido se ha jugado el tipo en Escocia

Cuando en una sociedad como la catalana un porcentaje importante de su población, previa comprobación por un procedimiento con garantías (como el de los comicios del 27-S) expresa una voluntad de secesión la política debe acudir a su patrimonio moral en el siglo XXI y llegar a dos conclusiones: 1) el ejercicio de la fuerza está fuera de los criterios contemporáneos y no haría otra cosa que encizañar el conflicto por lo que debe excluirse salvo comportamientos temerarios que obliguen al Estado a ejercer sus facultades coercitivas y 2) la negociación política de determinadas aspiraciones que sirvan para preservar la unidad nacional y mantener la integridad plural y justa del Estado es un imperativo ético si esas conversaciones se basan en la mutua lealtad y en el cumplimiento de las normas hasta que éstas no sean modificadas por el procedimiento adecuado.

Cualquier otra alternativa -y lo mismo reza para los secesionistas que carecerían de cualquier legitimidad para proclamar unilateralmente la independencia, para articular medidas de desobediencia civil o desacatar las sentencias del Tribunal Constitucional o de los ordinarios- está fuera de la historia y responde a la sugestión que sobre nosotros siempre ha ejercido el conflicto, el choque, la embestida. No se trata de tercera vía -tan denostada por los puristas de uno y otro lado- sino de la primera y única. Que es la vía de la sensatez y la del entendimiento del verdadero sentido de la historia. España, y Cataluña en ella, bien valen una negociación.

Pierdan las listas independentistas catalanas y no obtengan mayoría absoluta de diputados y votos populares, o pase lo contrario y las logren como apunta la encuesta de DYM para El Confidencial, el día después a los comicios catalanes abocará necesariamente a la recuperación de la política que, en este caso será, sin lugar a dudas, la negociación ¿De qué y para qué? Sencillo: de la posibilidad de revisar los pactos de 1978 que insertaron en un Estado autonómico a las regiones y nacionalidades de España, y para que, como consecuencia, el secesionismo en Cataluña disminuya a los niveles inevitables en una comunidad que desde el siglo XIX alimenta una potente corriente separatista. Se trata de mantener la integridad del Estado y, en todo caso, preservarlo de riesgos.

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