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Relato íntimo sobre una infanta imputada
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José Antonio Zarzalejos

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Relato íntimo sobre una infanta imputada

La familia de Cristina de Borbón es real pero no es familia. Incluso los que parecen apoyarla especulan con cálculos políticos sobre la conveniencia o no de su condena

Foto: La infanta Cristina, en un momento del juicio (Reuters).
La infanta Cristina, en un momento del juicio (Reuters).

Cuando, en pocas ocasiones y en trayectos cortos, pasea por Barcelona, se da el caso de ciudadanos que se le acercan, le expresan palabras de ánimo e, incluso, se fotografían con ella. Se dirigen a Cristina de Borbón y Grecia como “señora” e, incluso, los hay que le dan el trato de “majestad”. La hermana del Rey, sin embargo, sabe en qué entorno de opinión pública y publicada se maneja. Y conoce de la completa hostilidad hacia su persona y a la de su marido. A veces, desarrolla empatía con lo que le está sucediendo –una “pesadilla”–, pero sucede que cuando discurre en modo infanta de España, no alcanza a comprender cómo su vida –la de una hija y hermana de Rey– ha derivado hacia el derrumbamiento más completo de su reputación.

Posiblemente debió calibrar –ella e Iñaki Urdangarin– algunas de sus decisiones, como la de adquirir ese palacete en Pedralbes. Su vida en la Ciudad Condal era plácida, cómoda; su trabajo en Caixabank, gratificante; su círculo de amistades, variado e interesante. Cumplía con las funciones institucionales retribuidas que le encomendaba la Casa del Rey, su padre, que siempre ha tenido por ella una cierta predilección escondida durante algunos años y que ahora ha reverdecido. El Rey emérito quiere volver a ser el padre que quizás no pudo o no supo ser en su momento. Le llama y le alienta. Don Juan Carlos apreciaba a su marido. No era una lumbrera, carecía de profesión, pero era un tipo apuesto y agradable. Y bastante dispuesto. Podía cumplir su misión, pero no lo hizo.

La Infanta se siente abandonada. Y traicionada. Y muy sola. La reina madre, que proyecta una imagen blanda, es una mujer fría que hace la vida por su cuenta

La familia de Cristina de Borbón es real pero no es familia. Incluso los miembros de ella que parecen apoyarla especulan con cálculos políticos sobre la conveniencia o no de su condena. “Si la condenan, la monarquía será popular” llegó a afirmar sin rebozo uno de los suyos. No, no era Letizia. Su cuñada es un caso aparte. Ni ella ni Elena congeniaron nunca con la esposa del Rey –sí es la Reina por más que a las infantas todavía les cueste interiorizar esa realidad familiar e institucional–. Tampoco Letizia se entendió con ellas. Quizás por algunos “complejos” y determinadas “obsesiones” de su real cuñada: obsesión por determinada estética personal, por el control que le hace estar siempre alerta, por la higiene alimentaria exagerada y, acaso también, por esa muda lamentación por una familia tan desestructurada como la de su marido. Y, seguramente, por la progresiva altivez que la consorte de Felipe VI ha ido desarrollando con el tiempo.

Su hermano sabe que a ella y a su marido les adosaron “personas de confianza” que le garantizaban la corrección de lo que hacían. García Revenga imponía respeto a Urdangarin, que se fio –“¿cómo no iba a hacerlo?”– del tutor que le pusieron en ESADE para que anduviese por el buen camino: Diego Torres. Ni el secretario, ni el tutor, ni el conde-abogado, ni el asesor fiscal… ¿nadie les advirtió taxativamente de que transitaban por el borde mismo del precipicio? Se siente abandonada. Y algo más: traicionada. Y muy sola. La reina madre –que proyecta una imagen blanda y acogedora– es, en realidad, una mujer fría que hace la vida por su cuenta. La jubilación le ha sentado igual que a su marido: muy bien porque le ha granjeado libertad absoluta, pocas obligaciones y un observatorio a mucha distancia.

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Los jefes de la Casa de su padre –especialmente Spottorno, pero también Alfonsín, con su hermano– han sido duros como el pedernal con ella. El primero “condenó” a su marido cuando proclamó a los cuatro vientos que su conducta no era “ejemplar”. El actual le jugó una “mala pasada”. Fue ella la que quiso renunciar al ducado de Palma, pidió que le dejaran autonomía para enviar un mensaje y hacer el gesto, pero la Casa sirve al Rey y no a una infanta imputada. Fue Felipe VI quien le desposeyó del título antes de que ella consumase su acto de contrición. El monarca quería para sí esa baza. No va a renunciar, sin embargo, a los derechos dinásticos. Por el momento. Se lo pensará cuando el primero de sus hijos –ella sabe que a un Urdangarin, ni agua– alcance la mayoría de edad. Renunciará por ella, pero no lo hará por sus vástagos que seguirán en la línea de sucesión. “Les van a crujir” y por eso los quiere amparar.

Cristina de Borbón se siente inocente. Lo sería en un país en el que no se atribuyese a la acusación popular el papel omnipotente que tiene en el sistema procesal penal español. Terminarán por aplicarle la doctrina Botín, pero lo hará el Tribunal Supremo. Y a su marido le caerá una condena considerable pero, seguramente, no tan abultada como se supone. El juicio mediático y popular está dictado, pero se aferra a los magistrados profesionales, a la esperanza de que la juzguen ecuánimemente y no con la agravante de ser infanta, hija y hermana de reyes. Lo va a encajar todo con esa imperturbabilidad que ha mostrado en el juicio oral: una esfinge que no lagrimaba. No se lo hubiese permitido.

Las urgencias son también domésticas. A su marido no hay valiente que le ofrezca un trabajo, ella está en excedencia. De su hermano no espera nada

Las urgencias de Cristina de Borbón son también domésticas. A su marido no hay “valiente” que le ofrezca un trabajo, ella está en excedencia en Caixabank. Su familia es oficialmente “pobre” aunque las conexiones de su padre –“tiene una de las mejores agendas de Europa”– funcionan y ahora es él quien no la va a dejar en la estacada. De su hermano no espera nada. Salvo las consecuencias de su posible equivocación: si ha pensado que su condena asentará a la monarquía, acaso se confunde. La sentencia puede ser también un pliego acusatorio para la Corona. Felipe VI debe resguardarse. Dejar a su suerte a la hija y a la hermana, al yerno y al cuñado, a los nietos y a los sobrinos ¿ha sido una buena decisión? “Quizás no lo haya sido”. La cuestión es si el padre y el hijo tenían otra alternativa.

Cristina de Borbón y Grecia, infanta de España, no es la María Antonieta de Austria y Reina de Francia que nos describió con maestría Stefan Zweig, pero en su persona se juzga también toda una época y, quizás como aquella, deba asumir que “sólo en la desgracia se sabe en verdad quién se es”. La hija del rey emérito y la hermana del reinante está descubriéndose a sí misma y al mundo engañoso en el que vivió. Su desafío es sólo uno: encararse con la realidad y asumirla. En ello está. Falta saber si su entorno es capaz de calibrar lo que supondría su condena judicial, luego de que ha experimentado el amargo sabor del veredicto popular y mediático.

Cuando, en pocas ocasiones y en trayectos cortos, pasea por Barcelona, se da el caso de ciudadanos que se le acercan, le expresan palabras de ánimo e, incluso, se fotografían con ella. Se dirigen a Cristina de Borbón y Grecia como “señora” e, incluso, los hay que le dan el trato de “majestad”. La hermana del Rey, sin embargo, sabe en qué entorno de opinión pública y publicada se maneja. Y conoce de la completa hostilidad hacia su persona y a la de su marido. A veces, desarrolla empatía con lo que le está sucediendo –una “pesadilla”–, pero sucede que cuando discurre en modo infanta de España, no alcanza a comprender cómo su vida –la de una hija y hermana de Rey– ha derivado hacia el derrumbamiento más completo de su reputación.

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