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El Rey a escena (drama en tres actos)
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José Antonio Zarzalejos

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El Rey a escena (drama en tres actos)

El Rey ha cumplido su misión fundamental pero cabe hacer una digresión sobre si ha ocurrido lo mismo en el desarrollo de las facultades que le atribuye la Carta Magna en otro precepto

Foto: El rey Felipe VI durante un discurso en Barcelona. (EFE)
El rey Felipe VI durante un discurso en Barcelona. (EFE)

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, declaró la semana pasada que unas “terceras elecciones son un peligro para el sistema”. La afirmación es tan cierta como grave. Y resulta extraño que no se insista más en el modo en que la incapacidad de la clase política para cumplir con su obligación –la gestión de los intereses generales– está afectando a la consideración y valoración de nuestro sistema democrático y al funcionamiento de sus instituciones. Resulta obvio, y lo subrayo sin más preámbulos, que es la jefatura del Estado, la Corona, la institución que sufre una injusta fricción tanto por el mal diseño de sus facultades constitucionales como por la falta de asistencia de los dirigentes políticos.

Felipe VI fue proclamado rey en junio de 2014 tras la abdicación de su padre, Don Juan Carlos. Fue un renovación necesaria en el vértice del Estado y debió producirse antes porque cuando acaeció ya el sistema había entrado en una fase de transformación que apuntaba a que su manejo desde las responsabilidades de una monarquía parlamentaria como la nuestra se complicaría.

Por desgracia, así ha sido. En apenas dos años, Felipe VI ha vivido ya tres legislaturas (la que discurría en 2014, la X; la que arrancó el 20-D del pasado año, la XI, y la actual que tiene su origen en las elecciones del 26 de junio, la XII). Su padre disfrutó de legislaturas estables y hasta plácidas –excepción hecha de la que arrancó en 1979 y en la que se frustró el 23-F– que como media duraron 3 años y 10 meses, siendo la más corta –una eternidad a tenor de lo que ahora vemos– la que se produjo entre 1993 y 1996.

Don Juan Carlos, además, tuvo la fortuna de que los candidatos propuestos a la investidura fuesen designados por el Congreso presidentes del Gobierno, bien por la concurrencia de mayorías absolutas, bien por acuerdos parlamentarios. Incluso Rodríguez Zapatero logró repetir en la presidencia del Gobierno con 169 votos, uno menos de los 170 que no le han valido a Rajoy para serlo.

Don Felipe ha sido discreto y eficiente. Después del 20-D contradijo a Rajoy, que quería parar el partido y rehusó el encargo, encomendándoselo a Sánchez. Gracias a esta decisión –aunque era muy difícil, casi imposible que el secretario general del PSOE fuese designado– el jefe del Estado logró que la situación no se bloquease y que el “reloj” del sistema no colapsara. Tras el 26-J, al parecer no sin nuevas renuencias del interesado (y que resultaron muy obvias en su comparecencia inicial ante los medios) Felipe VI ha vuelto a evitar el parón total con el encargo a Rajoy, fallido también.

Debería quedar claro que el Rey ha cumplido su misión fundamental (artículo 99 de la Constitución Española), pero cabe hacer una digresión sobre si ha ocurrido lo mismo en el desarrollo de las facultades que le atribuye la Carta Magna en otro precepto, el 56. La respuesta es igualmente afirmativa en lo que podemos observar y conocer. Su figura simboliza la unidad y permanencia del Estado (el Gobierno está en funciones, pero no el Estado), que es lo más importante en estos momentos. En las conversaciones con los dirigentes políticos Don Felipe se mueve en un margen estrechísimo (“arbitrar”, “moderar”) que requiere algunas capacidades de sus interlocutores que estos no han demostrado: receptividad y espíritu de servicio. Así no es fácil utilizar solo el instrumento que Felipe VI tiene en su mano: la persuasión.

La figura del Rey simboliza la unidad y permanencia del Estado (el Gobierno está en funciones, pero no el Estado), que es lo más importante en estos momentos

Por otra parte, el Gobierno ha llevado más allá de lo razonable el recorte de la actividad exterior del Rey (ni siquiera ha estado presente en los Juegos Olímpicos celebrados en agosto en Río de Janeiro), suprimiendo viajes de Estado y desplazamientos que frenan el dinamismo del titular de la Corona que está en su fase vital más madura y creativa, más útil y más conectada con la realidad social española.

De ahí que esta tercera salida a escena del Rey –que no renunciará a una nueva ronda de conversaciones para intentar otra investidura y evitar terceras elecciones– resulte para él, en comparación con la trayectoria de su padre, un auténtico drama en la medida en que el silencio que le impone el ejercicio de su magistratura es poco compatible con un régimen de opinión pública que desconoce todo aquello que no se relata en los medios.

Por eso, la Corona sufre una fricción inmerecida asociada, paradójicamente, a las mejores connotaciones de la institución: su carácter apartidista y neutral, su permanencia al margen de los vaivenes políticos, la estricta limitación constitucional de sus funciones y su amplia capacidad de interlocución, mayor que la de ninguna otra instancia. Conviene, pues, que el análisis de la posición en esta tesitura de la jefatura del Estado no sea de brocha gorda sino de pincel político y jurídico.

La Corona sufre una fricción inmerecida asociada a las mejores connotaciones de la institución: su carácter apartidista y neutral, su capacidad de interlocución...

Viene a cuento la evocación de la despedida de Amadeo I de España, que reinó, siendo elegido para ello, entre 1871 y 1873. En ese tiempo se sucedieron hasta seis gabinetes y el Saboya terminó arrojando la toalla enviando al pueblo español un mensaje que tiene ahora actualidad. Decía:

“(…) Dos largos años ha que ciño la Corona de España, y España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate y entre el confuso y atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males. Lo he buscado dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien prometió observarla” (11 de febrero de 1873).

Amadeo de Saboya, ya solo duque de Aosta, se desplazó tras su abdicación a Lisboa y vivió en Turín, donde falleció el 18 de enero de 1890.

Fin de la cita y de la referencia histórica.

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, declaró la semana pasada que unas “terceras elecciones son un peligro para el sistema”. La afirmación es tan cierta como grave. Y resulta extraño que no se insista más en el modo en que la incapacidad de la clase política para cumplir con su obligación –la gestión de los intereses generales– está afectando a la consideración y valoración de nuestro sistema democrático y al funcionamiento de sus instituciones. Resulta obvio, y lo subrayo sin más preámbulos, que es la jefatura del Estado, la Corona, la institución que sufre una injusta fricción tanto por el mal diseño de sus facultades constitucionales como por la falta de asistencia de los dirigentes políticos.

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